Los espacios públicos de la cotidianeidad / 1
La tendencia cada vez más general a encerrarnos en la repetición de las mismas prácticas, a que todos hagamos en el ámbito personal y privado las mismas cosas de la misma manera -comer, vestir, emparejarnos, divertirnos, reñir, aburrirnos, reconciliarnos- junto a la implacable alteración / destrucción de los espacios públicos de encuentro y conversación están haciendo de nuestras vidas recintos átonos y tediosos, de una previsible uniformidad desconsoladora. Para salir de ellos y dada la extrema dificultad de escapar a las prácticas masivas del consumo ordinario, la privacidad de masa que nos impone la reina economía, tenemos que revindicar los espacios públicos, pero no confinándolos en los altos temas ciudadanos sino instalándonos en la trivialidad de la ordinaria sociedad civil. Habermas en su tempranamente iniciada y ya nunca abandonada reflexión sobre la condición pública -la Öffentlichkeit- cuya aparición sitúa en el siglo XVII en Francia y simultáneamente en Inglaterra se caracteriza por la emergencia de un público que frecuenta los cafés, los salones, los clubes y que generaliza con ello la conversación desinteresada, productora de una sociabilidad que impulsa el intercambio de informaciones e ideas. La distinción entre espacio público y privado llega, para Habermas, hasta la vida íntima y familiar, que reserva en las casas una zona de recibo que se dedica a los visitantes y a las reuniones con la gente del exterior, a las que no se quiere dar acceso a las habitaciones y a la parte interior.
La Revolución Francesa representa el momento culminante de esta separación a la que pone fin el triunfo del mercado con la interpenetración de ambas esferas, la pública y la privada, que dura hasta su interrupción por la generalización en la segunda mitad del siglo XIX de la prensa escrita. Ésta y la radio suponen un notable impulso para el debate público y la proliferación de espacios donde ejercitarlo. Europa se llena de cafés y da lugar a una geografía cafeística que inspira a George Steiner la sugerente evocación que recoge en Une certaine idée de l'Europe. Muchas de las principales ciudades europeas tienen un café emblemático y limitándome a Italia y a Austria hay que citar el café Greco en Roma, el Florian en Venecia, el Gilli en Florencia, el San Carlos en Turín, el Ussero en Pisa, el Patrocchi en Padua, el San Marcos en Trieste y todos los tempranos y maravillosos cafés de la ciudad de los cafés: Viena con el café Central de 1860, el Imperial de 1873, el Sperl y sus pintores en 1880, el Museum de la mano de Alfred Loos y el Karlplatz, ambos de 1889, sin olvidar dos de los más significativos el Leopold Hawelka y el Tirolerhof, todos ellos inseparables de la gran eclosión intelectual de la ciudad: Freud, Musil, Wigttenstein, Karl Klaus, Carnap, sus clientes asiduos e incondicionales. Pues los cafés promueven y asumen los rasgos dominantes del medio en el que se encuentran. Y así en Carcaixent, mi pueblo, la pasión musical valenciana hizo que los dos principales cafés tuvieran su banda de música y con ellas se instalara una permanente competición y el inacabable palabreo sobre los respectivos méritos y deméritos de una y otra. Hoy la Lira Carcagentina, hermanada con el Casino Gallero, mantiene viva, aunque en solitario, nuestra tradición musical cafeística.
Por lo demás, la regresión de los cafés se inicia en los años 60 con la ola de las cafeterías, sitios del consumo de pie, concebidos para la urgencia, no para la palabra, y no cesa hasta hoy. En Madrid los principales vestigios son el café Gijón y el Comercial, al igual que en Lisboa la resistencia esta personificada, a la sombra de Pessoa, por A Brasileira. Los cafés han sido sustituidos por tiendas cuya razón de ser no es la conversación sino la compra, los VIP en Madrid, los Drugstore en París responden a la unánime vocación comercial que nos domina. Y está también Internet, que según el experto peruano Eduardo Villanueva Monsilla está llamado a convertirse con sus listas de discusión en el nuevo espacio de intercambio y discusión. La verdad es que el egotista enclaustramiento en las pantallas digitales y en la palabra electrónica así como los cibercafés no avalan esa esperanza.
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