Bush contra Salim Hamdan
Uno de los jefes del grupo era un joven seguro de sí mismo llamado Nasser al Bahri. Hamdan, un huérfano e hijo único procedente de una aldea tribal rural en el sur de Yemen, se sentía atraído de manera natural hacia los hombres de personalidad fuerte. Aunque Al Bahri era dos años más joven, tenía mucho más mundo y sabía más que Hamdan, y era, sin ninguna duda, la persona más culta que había conocido. Al Bahri había estudiado económicas en la universidad, pero además sabía muchísimo del Corán, después de haberse vuelto un musulmán devoto, en la adolescencia, para rebelarse contra su educación burguesa. Hablaba fácilmente y con energía sobre la situación de los musulmanes en el mundo y había viajado mucho, a sitios tan lejanos como Bosnia y Somalia, para defender a sus hermanos musulmanes oprimidos.
Hamdan no era especialmente religioso, pero al principio le gustaba la idea de convertirse en un guerrero santo
Los defensores de Hamdan no niegan que su cliente trabajó directamente para Bin Laden, pero quitan importancia a su papel dentro de Al Qaeda
La costumbre de EE UU en tiempo de guerra ha sido retener a los enemigos hasta el final de la contienda. Pero ahora no se sabe cuál es el campo de batalla
En Arabia Saudí, la 'yihad' encontró eco especial entre los hombres cultos, ricos y devotos; en Yemen, atrajo sobre todo a los más pobres
Aunque el Gobierno de EE UU no ha acusado a Hamdan de ser miembro de Al Qaeda, sí dice que recogía y entregaba armas para la organización
Los yemeníes suelen mostrarse autoritarios y distantes con sus esposas. Las cartas de Hamdan eran emotivas, como las de un escolar enamorado
Un fiscal hábil podría convertir el juicio a Hamdan en la historia de los diez años de guerra de Al Qaeda contra Estados Unidos
Hamdan trabajó para Bin Laden desde 1996 hasta su captura en noviembre de 2001, un periodo que incluye el 11-S y los atentados de 1998 en Áfric
Hamdan tenía una educación equivalente a un cuarto curso, no era especialmente religioso y no tenía demasiados planes en la vida, aparte de la esperanza de casarse algún día, pero al principio le gustó la idea de convertirse en un guerrero santo. Tampoco le venía mal que el viaje estaba pagado -Al Bahri le dijo que el grupo había recaudado fondos entre un grupo de organizaciones benéficas musulmanas con sede en Arabia Saudí-, y que iba a cobrar un sueldo.
Los yihadistas se reunieron en Jalalabad, Afganistán, y empezaron a abrirse camino hacia el norte, hacia Tayikistán, primero en jeep, y luego, cuando las vías se hicieron intransitables, a pie. Después de seis meses de travesía por las montañas afganas, con frecuencia cubiertas de nieve, los yihadistas vieron cómo les impedían atravesar la frontera tayika.
Un tal Osama Bin Laden
Entre el desconcierto general, uno de ellos sugirió que fueran a ver a un tal Osama Bin Laden, un jeque muy conocido entre los islamistas radicales, que dirigía un grupo de guerreros santos musulmanes que se denominaba Al Qaeda. Bin Laden, que acababa de ser expulsado de Sudán, había vuelto a Afganistán para reconstituir Al Qaeda con ayuda de sus anfitriones, los talibanes. Bin Laden había adquirido su reputación en su lucha contra los soviéticos en Afganistán en los años ochenta, pero ahora estaba reclutando soldados para su nueva cruzada, cuyo objetivo era expulsar a Estados Unidos de la península Arábiga.
Al Bahri, Hamdan y el resto del grupo atravesaron de nuevo Afganistán hasta llegar a casa de Bin Laden en Farm Hada, una aldea a las afueras de Jalalabad, no lejos del paso de Khyber. Llegaron a finales de 1996, poco antes del Ramadán. Durante tres días, Bin Laden predicó a los aspirantes a reclutas sobre el deber religioso de acabar con la corrosiva presencia de Estados Unidos en el Golfo. De los 35 yihadistas originales, decidieron quedarse allí 17, entre ellos Hamdan y Al Bahri.
Durante unos años, ambos trabajaron para Bin Laden, primero en Farm Hada y luego en un complejo fortificado situado en el desierto, a las afueras de Kandahar, al que se trasladó en 1997. En 1999, las vidas de Al Bahri y Hamdan se entrelazaron más. A instancias de Bin Laden, y con su ayuda económica, se casaron con unas hermanas yemeníes en Sana y volvieron a Afganistán con ellas.
Sin embargo, el 11 de septiembre de 2001, los caminos de Al Bahri y Hamdan estaban separados. Al Bahri estaba en la cárcel por su presunta vinculación al atentado de Al Qaeda contra un destructor de la Marina estadounidense, el USS Cole, en el año 2000. Hamdan estaba aún con Bin Laden, aunque no iba a seguir con él durante mucho tiempo. A finales de noviembre de 2001, en plena campaña militar de Estados Unidos en Afganistán, un grupo de caudillos afganos le capturó cerca de la frontera con Pakistán. Le ataron con cable eléctrico y, unos días después, le entregaron a los estadounidenses a cambio de una recompensa de 5.000 dólares. Comenzaron los interrogatorios, y pronto se identificó a Hamdan como Saqr al Jedaui, el alias que había utilizado durante sus años con Bin Laden. Pasó seis meses en los campos de prisioneros de Bagram y Kandahar, y, en mayo de 2002, le trasladaron a Guantánamo.
Hoy, Salim Hamdan vive allí, en una celda de dos por tres metros, y aguarda juicio ante un tribunal militar especial creado por decreto presidencial tras el 11-S. Si todo se desarrolla con arreglo a los planes del Gobierno, la fiscalía le acusará de haber violado las leyes de guerra al cometer actos de terrorismo contra Estados Unidos.
Los defensores de Hamdan, un abogado de la Marina designado por el Gobierno y un profesor de la Facultad de Derecho de Georgetown, no niegan que su cliente trabajó directamente para Bin Laden, pero quitan importancia a su papel dentro de Al Qaeda y le describen como un empleado, un chófer y mecánico sin formación y nada devoto, que agradecía el salario pero no sabía nada de la empresa terrorista para la que trabajaba. Además, dicen que los tribunales son ilegales, y se han querellado contra el Gobierno para impedir que sigan adelante.
Esta primavera, los abogados del preso tendrán la oportunidad de alegar su caso ante el Tribunal Supremo, durante la vista de Hamdan contra Rumsfeld. El nombre, por sí solo, garantiza que será uno de los casos más estrechamente vigilados del año, y la decisión final tendrá repercusiones de largo alcance, no sólo para Hamdan y el resto de los presos de Guantánamo, sino también para los poderes presidenciales en tiempo de guerra y, muy posiblemente, para el futuro de la democracia en Oriente Próximo. Si la guerra contra el terrorismo es, en el fondo, una batalla para demostrar al mundo islámico que existe una alternativa a las teocracias represivas y los dictadores autocráticos, no hay nada que sea más importante que ver cómo administra justicia el Gobierno de EE UU a los presos como Salim Hamdan. Hasta ahora, la costumbre de Estados Unidos en tiempo de guerra ha sido retener a los combatientes capturados hasta el fin de las hostilidades, cuando ya no hay peligro de que vuelvan al campo de batalla. Sin embargo, en este caso, no se sabe cuál es el campo de batalla, y las hostilidades pueden prolongarse durante décadas. Por el momento, el Gobierno ha calificado a casi todos los más de 500 presos de Guantánamo como combatientes enemigos, pero tendrá que acabar clasificándolos por grupos. Ello supondrá responder algunas preguntas delicadas. ¿Todos los que respondieron al llamamiento a la yihad son igualmente culpables? ¿Qué presos representan una amenaza para EE UU? ¿A quién merece la pena procesar, y cómo?
En la Ciudad Vieja de Sana
A las afueras de la Ciudad Vieja de Sana, un laberinto de casas de piedra apiñadas y tiendas antiguas y muy decoradas, que se yerguen como castillos sobre las callejuelas adoquinadas, se encuentra la moderna mezquita de los Mártires. Si la Ciudad Vieja evoca los tiempos prósperos y cosmopolitas de Yemen como centro del comercio mundial de especias, la mezquita de los Mártires, un impresionante monolito de color ceniza, representa el momento actual del Estado más pobre y primitivo de la península Arábiga.
La gran plaza cuadrada situada delante de la mezquita es lugar de reunión de los desposeídos. Los dababs, furgonetas llenas de pasajeros, recorren las abarrotadas calles de Sana y compiten por ofrecer las mejores tarifas. Los conductores luchan para hacerse oír por encima de la música de los altavoces que llevan los vendedores de casetes en sus triciclos.
No se ve a ninguna mujer; sólo hombres jóvenes y niños, como corresponde a la cultura islámica conservadora de Yemen. Y, aunque aproximadamente el 40% de todos los hombres carece de empleo, todo el mundo parece tener mucha prisa; va de un sitio a otro, muchas veces cogidos de la mano, siempre vestidos a la manera habitual yemení: sandalias, túnica blanca y chaquetas de tipo occidental. De los cinturones cuelgan unas largas dagas llamadas jambiyas, restos de la larga cultura tribal del país. Las mejillas están llenas de khat, que pone de buen humor y distrae la mente, un símbolo apropiado de la mezcla de agitación y desconcierto existente.
Hace 10 años, Salim Hamdan era uno de estos hombres. Nació alrededor de 1970 (nadie lo sabe con certeza, ni siquiera él mismo), en el wadi Hadhramaut, un oasis de 150 kilómetros en el desierto montañoso del sureste del país. Su padre era agricultor y tendero, y la familia vivía en una pequeña casa de adobe. Cuando era aún pequeño murieron sus padres, ambos de enfermedad, con pocos años de diferencia. Sin ninguna otra familia cercana, Hamdan fue a vivir con unos parientes a Mukalla, una sombría ciudad portuaria en la costa sur de Yemen. Para entonces, Hamdan había abandonado ya la escuela.
Al cabo de unos años se fue a vivir por su cuentay empezó a trabajar en lo que le salía. En 1990, Yemen, que desde hacía mucho tiempo estaba dividido en dos naciones separadas, el norte islámico y el sur marxista, se unificó oficialmente. Hamdan, que tenía 20 años, se incorporó a la migración masiva hacia Sana en busca de trabajo. No tardó en encaminarse hacia la mezquita de los Mártires -en la que obtuvo trabajo como conductor de un dabab-, y, seis años más tarde, hacia la yihad.
La yihad -literalmente, "lucha"- es un concepto escurridizo que ha sufrido interpretaciones casi infinitas, tanto violentas como no violentas, y que deriva del deber religioso esencial de un musulmán de fomentar la difusión del islam. Sin embargo, en los últimos años se ha interpretado a menudo como una cruzada religiosa violenta contra Estados Unidos.
Los caminos de Hamdan y Al Bahri para llegar a la yihad no pudieron ser más distintos, pero, en cierto sentido, son representativos de sus respectivos países, que constituyen los dos contingentes más numerosos en Guantánamo. En Arabia Saudí, la yihad encontró eco especial entre los hombres cultos, ricos y devotos; en Yemen, atrajo sobre todo a los más pobres. Casi la mitad de la población del país vive por debajo del umbral de pobreza. "Si no son hijos de jeques o dirigentes políticos, los jóvenes no tienen ninguna forma de emplear sus energías", me decía recientemente, en su despacho de Sana, Nabil al Sofee, ex portavoz de Islah, el partido islámico de Yemen. "La única opción que tiene cualquiera que quiera llegar a algo es la yihad".
Combatiente bienvenidos
Cuando los soviéticos se retiraron de Afganistán, en 1989, los líderes de muchos países árabes, lógicamente preocupados por la incendiaria mezcla de fanatismo religioso y experiencia de combate de la que se habían empapado los yihadistas, trataron de que no volvieran a sus países. En cambio, Yemen del Norte no sólo dio la bienvenida a sus combatientes al regresar, sino que abrió sus fronteras a yihadistas de otros países árabes. El carácter heroico de aquellos hombres quedó establecido en 1994, cuando las tensiones latentes entre los islamistas y los marxistas estallaron en toda una guerra civil y el presidente Saleh pidió a los ex yihadistas que le ayudaran a derrotar a los comunistas. El Norte salió victorioso, y Saleh recompensó a muchos de los soldados por sus esfuerzos. El jeque Abdul Mayid al Zindani, antiguo guerrero afgano-árabe y viejo mentor espiritual de Bin Laden, vio premiada su labor de movilización de las tropas con el rectorado de la Universidad Iman en Sana, una plataforma desde la que hoy continúa llevando a numerosos jóvenes yemeníes por el camino de la yihad.
El Gobierno yemení no hizo gran cosa para detener la afluencia de yihadistas, ni siquiera bajo una presión internacional cada vez mayor. El presidente Saleh, consumado pragmático, autorizó a Estados Unidos a utilizar sus puertos para aprovisionarse de combustible en los años noventa, mientras que, ante el mundo árabe, se presentaba como un líder que no tenía miedo de plantar cara a Occidente. Tras el atentado contra el buque USS Cole, ocurrido en Yemen en 2000, Saleh se rió de los rumores de que Estados Unidos pensaba incrementar su presencia militar en el país: "Yemen es un cementerio para los invasores", declaró a Al Yazira. Sin embargo, después del 11-S, el presidente Saleh fue a Washington a ofrecer su apoyo en la guerra contra el terrorismo. No obstante, después de haber pasado tantos años alimentando y explotando la cultura de la yihad en el país, tenía que tener cuidado a la hora de desmantelarla. La extradición de radicales islámicos, o incluso una pena de cárcel de más de dos años, podía provocar al elemento extremista del país, tremendamente poderoso.
El elemento fundamental de la solución de Saleh fue la designación de un respetado jurista y clérigo, Hamoud al Hitar, para que se entrevistara con los extremistas encarcelados y les convenciera de que, en realidad, el islam no aprueba los actos de terrorismo. Una noche del pasado otoño visité a Al Hitar en su vigiladísimo hogar de Sana, y allí me explicó el funcionamiento del llamado Comité para el Diálogo Reflexivo. Lo llamó "cirugía intelectual", y dijo que es un proceso sencillo: hace a los radicales una serie de preguntas sobre sus creencias, y emplea el Corán o el Hadith -las enseñanzas del profeta Mahoma reunidas- para demostrarles que están equivocados. Al acabar el programa, los participantes que prometen no volver a participar en actos terroristas obtienen indultos presidenciales y salen en libertad. Cuando le pregunté lo obvio -¿cómo saber que van a cumplir su promesa?-, el juez Al Hitar me dio una respuesta también obvia: son hombres que se toman su ideología muy en serio, nunca firmarían un compromiso de renunciar a sus creencias si no lo dijeran de verdad. Hace un par de años, bajo los auspicios del programa de diálogo del juez Al Hitar, el presidente Saleh concedió la libertad a cientos de hombres relacionados con Al Qaeda. Uno de esos hombres era Nasser al Bahri.
Encuentro con Al Bahri
En las dos semanas que pasé en Yemen, Al Bahri se negó a verme casi hasta el final. Entonces, la noche anterior a mi vuelo de vuelta a casa, aceptó verme al día siguiente en casa de un familiar, en Sana. Al Bahri, alto, delgado, con entradas en el cabello y barba recortada, parecía tener más de sus 33 años. Se sentó sobre un cojín en el suelo, con las largas piernas estiradas bajo una túnica blanca sin arrugas. Al empezar nuestra conversación -que duró más de cinco horas- se fue la luz. El resto de la noche estuvimos iluminados por dos velas. Al Bahri se disculpó repetidamente para ir a orinar, y explicó que era diabético.
Según Al Bahri, su decisión de renunciar a Al Qaeda y al terrorismo no tuvo nada que ver con el programa de diálogo del juez Al Hitar, del que duda que haya servido para cambiar realmente la opinión de alguien. Lo que él dice es que, durante sus dos años en prisión en Yemen, tuvo oportunidad de leer y reflexionar mucho. Sigue creyendo que Estados Unidos oprime y explota a los musulmanes, pero ya no acepta que el asesinato indiscriminado de personas inocentes sea una expresión legítima de la yihad, que, en su opinión, "tiene su momento y su lugar apropiados, como la oración". Otro factor era la madurez. "Cuando cumplimos 30 años, nos arrepentimos de lo que hicimos a los 20", me dijo tranquilamente.
Al Bahri no tenía muchas ganas de hablar de Hamdan; se siente responsable de la suerte que ha sufrido su cuñado, y dice que hablar de él le deprime. No es extraño que lo que dijo situara a Hamdan lejos de las actividades militares de Al Qaeda. Al Bahri dijo que Hamdan era casi infantil, un hombre sencillo y alegre. Según él, al principio, Hamdan parecía entusiasmado con la yihad, pero no tenía ni el celo de un guerrero sagrado ni la inclinación o los fundamentos religiosos necesarios para captar la ideología del movimiento. Dice que Hamdan fue a Tayikistán para librar la yihad, pero permaneció en Afganistán porque trabajar de conductor y mecánico en la flota de coches de Bin Laden estaba mejor pagado que conducir un dabab en Sana.
Si bien Al Bahri se apresuró a exonerar a Hamdan, no tuvo ninguna duda en implicarse a sí mismo como miembro importante de la que seguramente es la organización terrorista de más triste fama que ha conocido el mundo. Al hablar de sus años como uno de los principales guardaespaldas de Bin Laden, Al Bahri no tenía un tono ni nostálgico ni arrepentido; podría haber sido un ejecutivo jubilado que recordase fríamente sus años en la empresa. Sin embargo, si se mostró precavido; aunque estaba dispuesto a contestar cualquiera de mis preguntas, se distanciaba claramente de los atentados cometidos durante ese tiempo.
El futuro de Al Bahri había quedado trazado cuando era adolescente en Yedda y cayó bajo la influencia de clérigos saudíes radicales. "Vi que mi deber era llevar armas y defender a los musulmanes dondequiera que estuvieran", me explicó. "Ése era el deber sagrado que me llevaría al paraíso". Al haber crecido en Arabia Saudí, la tierra más santa del islam, reaccionó de forma personal cuando oyó a Bin Laden describir a su país como un agente de Estados Unidos y comprometerse a expulsar a los estadounidenses de la península Arábiga. Además, Al Bahri salió de Arabia Saudí a principios de los noventa para ir a Bosnia, y desde entonces careció de guía religioso. En Bin Laden, contó, halló a "un nuevo padre espiritual".
Como un toro herido
Al Bahri ascendió rápidamente en las filas de Al Qaeda. Con el alias de Abu Jandal, ayudó a crear nuevos campos de entrenamiento que se parecían poco a los de su juventud en Bosnia. Ahora, el foco de interés era la lucha urbana y la preparación para acciones de martirio, que significaba aprender a mezclarse con la población local y a atacar blancos civiles. Bin Laden explicaba claramente cuáles eran los objetivos. "Decía una y otra vez que teníamos que realizar acciones que hicieran mucho daño a Estados Unidos, hasta que se revolviese como un toro herido", recordaba Al Bahri, "y que, cuando el toro viniera a nuestra región, él no estaría familiarizado con el terreno, pero nosotros sí". A finales de los noventa, Al Bahri luchó con los talibanes contra la Alianza del Norte y fue uno de los guardaespaldas personales de Bin Laden en sus frecuentes visitas a los campos de entrenamiento de Al Qaeda en Afganistán.
Tras los atentados contra las embajadas estadounidenses en África oriental, en el verano de 1998, Bin Laden colocó a Al Bahri al frente de las casas de huéspedes de la organización en Kabul y Kandahar; una de sus obligaciones era inspirar y entrenar a nuevos reclutas. Fue entonces, según Al Bahri, cuando empezó a tener dudas sobre Al Qaeda, no porque no creyera en su misión, sino porque no estaba convencido de que aquellos reclutas fueran capaces de llevarla a cabo.
La yihad, pensó Al Bahri, había pasado de ser una misión genuinamente religiosa a un llamamiento general a cualquier tipo de musulmán. Todavía años después de renunciar al terrorismo, parecía irritarle lo que calificaba de fallos de gestión de Al Qaeda. "Estábamos captando a jóvenes que no sentían ningún compromiso con la yihad, y chicos muy jóvenes, de 15 o 16 años", me dijo. "¿Qué podíamos hacer con ellos? Yo dije que no debíamos aceptar más que a jóvenes religiosos. Sólo los religiosos comprenden lo que es la yihad. Pero no me hicieron caso".
Durante el verano de 2000, Hamdan y Al Bahri regresaron a Sana para la boda de un cuñado. Unas semanas después, varios agentes de Al Qaeda volaron, con una pequeña embarcación llena de explosivos, el USS Cole, que estaba en Yemen para abastecerse de combustible. Los servicios secretos yemeníes empezaron a detener a presuntos extremistas. Al Bahri intentó huir, pero le detuvieron en el aeropuerto cuando trataba de embarcar hacia Afganistán. Hamdan se había llevado a su mujer y sus suegros en peregrinación a La Meca, y se enteró allí de que, si volvía a Yemen, le iban a detener. Así que se fue directamente con Bin Laden y se llevó a su mujer consigo.
Después del 11-S, contó Al Bahri, tres agentes del FBI fueron a verle a la cárcel de Yemen para interrogarle. Las transcripciones de los interrogatorios son secretas, pero Al Bahri dice que lo que les interesaba, sobre todo, eran la estructura y la ideología de Al Qaeda. Al preguntarle si Bin Laden tenía acceso a armas químicas o nucleares, Al Bahri replicó que tenía una cosa mucho más poderosa: hombres decididos a cumplir su pacto con Dios y llevar a cabo operaciones de martirio contra Estados Unidos.
Los abogados de los presos calculan que en la actualidad hay alrededor de 100 presos yemeníes en Guantánamo. Si una mínima parte de ese número de presos estadounidenses llevara cuatro años encarcelados en otro país, en su gran mayoría sin estar acusados de nada, habría indignación nacional. Sin embargo, en Yemen, la mayoría de las familias no saben nada. La mitad de la población es analfabeta. Los que saben leer no encuentran mucha noticia sobre Guantánamo. Muchos de los periódicos son propiedad del Estado, y los demás sufren enormes presiones para no apartarse de la línea oficial. El presidente Saleh sabe que llamar la atención sobre los presos sólo serviría para provocar más sentimiento antiamericano y, por consiguiente, crearle más problemas.
Un grupo yemení de derechos humanos, HOOD, tiene una lista aproximada de yemeníes detenidos en Guantánamo y se ha puesto en contacto con algunos familiares, pero lo que no existe es ninguna comunicación con el Gobierno estadounidense. Los abogados defensores van periódicamente a Yemen a hablar con las familias que les han autorizado a representar a sus parientes; si bien, en algunos casos, hasta los propios presos dudan de las buenas intenciones de sus abogados norteamericanos. Mientras estaba en Yemen, pasé varios días visitando a familiares de presos en compañía de David H. Remes, socio del bufete de Washington Covington & Burling, que representa a 17 de los yemeníes en Guantánamo. Remes comenzó varias de sus reuniones diciendo que sus hijos, hermanos o maridos se enfadarían mucho si se enteraban de que había ido a ver a las familias.
Hamdan también me hizo saber, a través de sus abogados, que no quería que hablase con su familia, pero pude entrevistarme con el hermano de su mujer, Muhamad al Qala, a través de HOOD. Al Qala, sargento en el ejército yemení, me invitó a su casa para conocer a su hermana, Um Fatima, la mujer de Hamdan. Desde la detención de su marido, sus dos hijas y ella viven con su hermano, la familia de él y su madre en una abarrotada casa de piedra de dos pisos en el centro de Sana. Los abogados de Hamdan fueron a Yemen a verla hace año y medio y el intérprete del abogado tiene contacto frecuente con Al Qala, pero ninguno de ellos parece ser consciente de la verdadera gravedad de su situación ni de la importancia de su caso: ¿qué puede querer de Salim una superpotencia como Estados Unidos?
La mujer de Hamdan
Sentada sobre los cojines floreados y brillantes del pequeño cuarto de estar de casa de su hermano, Um Fatima habló durante tres horas de su marido, a través de un intérprete. Al Qala, un hombre fornido de bigote oscuro y ojos vidriosos y sin expresión, estaba a su lado, fumando sin cesar y mascando khat. Las dos hijas de Um Fatima y Hamdan, de seis y cuatro años, entraban y salían corriendo. Um Fatima iba cubierta de la cabeza a los pies y sólo se le veían los ojos, pero era evidente que le costaba hablar de su esposo.
Um Fatima y Hamdan se casaron en Sana en 1999. No se conocían de antes, pero, aun así, fue una novia feliz. Se quedaron en Sana varios meses antes de volver a Afganistán. Um Fatima no quería ir, y, al llegar, se quedó escandalizada al ver las condiciones de vida. Su casa de adobe tenía suelos de tierra y carecía de agua corriente y electricidad. Además, estaba muy aislada: Tarnak Farms, el complejo amurallado de Al Qaeda en el que vivían, se encontraba en una vasta extensión de desierto, a unos 30 minutos de Kandahar. Um Fatima pasaba el día sola con su hija pequeña. Hamdan volvía a media tarde, muchas veces con la ropa manchada de grasa por su trabajo arreglando varios coches y camiones utilizados en la granja. Um Fatima dice que ella a veces se quejaba de su vida. "Salim me decía que tuviera paciencia, que algún día volveríamos a Yemen".
Según cuenta, pasó penalidades durante varios años con el fin de que su marido pudiera ganar un buen sueldo trabajando para un jeque del que ella no había oído hablar jamás. Todavía hoy, años después, el hecho de que vivió entre los muros de un complejo fortificado de Al Qaeda mientras su marido trabajaba para el terrorista más famoso de nuestro tiempo no parece haber arraigado en su mente.
Um Fatima vio por última vez a su marido el 24 de noviembre de 2001. Estaba embarazada de ocho meses. En aquel momento, las fuerzas estadounidenses se acercaban a Kandahar, el último bastión de los talibanes en Afganistán. Hamdan, que había estado fuera un par de meses con Bin Laden, acababa de volver para llevar a Um Fatima y su hija a Pakistán. En un coche prestado, con los B-52 estadounidenses dando vueltas en el cielo, atravesaron las montañas de Maruf hacia la frontera. Allí, Hamdan decidió dejar que Um Fatima cruzara sola la frontera; la seguridad era enorme y, aunque los guardias no tenían ni idea de que trabajaba para Bin Laden, un hombre yemení que intentase salir tenía que levantar sospechas. Le dijo a ella que iba a encontrar otra forma de pasar y que iría a buscarla unos días después.
Durante las primeras semanas, mientras se adentraba en Pakistán en la parte posterior de una camioneta con un grupo de refugiados afganos, Um Fatima fue perdiendo la esperanza de volver a ver a su marido. Al comenzar el noveno mes de embarazo, me dijo, se puso tan histérica que unos desconocidos, en Karachi, simpatizaron con ella y le compraron un billete de avión para volver a su país. En el aeropuerto de Sana la interrogaron durante cinco horas sobre el paradero de su esposo. Um Fatima supuso que había muerto.
Dos meses y medio más tarde, recibió una carta de él, en papel del Comité Internacional de la Cruz Roja. "Querida mía, paz y bendiciones", comenzaba. "No he muerto. Alá ha ordenado una nueva vida para mí. Ahora estoy preso con los americanos...".
Um Fatima me enseñó todas las cartas que ha recibido de Hamdan desde entonces. Esa misma noche, el intérprete que me había leído la docena aproximada de cartas, me dijo que no eran nada normales. Los hombres yemeníes suelen mostrarse autoritarios y distantes con sus esposas. Las cartas de Hamdan eran emotivas, como las de un escolar enamorado. Hay dibujos de su daga ("por favor, cuida de mi jambiya por mí"), sencillos poemas ("el pájaro bailó y el pájaro cantó...") y la promesa de "verse muy, muy, muy, muy pronto, si Dios quiere".
En una orden militar de tres páginas emitida el 13 de noviembre de 2001, el presidente Bush autorizó los tribunales especiales ante los que se va a juzgar a Salim Hamdan y otros combatientes enemigos extranjeros. Los juicios se celebrarían en Guantánamo, bajo la presidencia de entre tres y siete oficiales escogidos por una persona designada por el Gobierno. Para las condenas que no sean de muerte se necesitaría una mayoría de dos tercios (para una condena a muerte haría falta la unanimidad). Eran tribunales de crímenes de guerra, aunque, a diferencia de los recientes tribunales internacionales en Ruanda y la antigua Yugoslavia, la lista de delitos estaba relacionada con actos terroristas, no con el genocidio.
El Gobierno prefería estos tribunales especiales a los tribunales penales de Estados Unidos por varias razones de tipo práctico. En términos generales, en este tipo de tribunales es posible no aplicar diversos derechos que en una instancia civil se considerarían fundamentales. Por ejemplo, si los procesados están acusados de terrorismo, es muy posible que no se les permita ver todas las pruebas existentes contra ellos, porque algunas estarán bajo secreto por motivos de seguridad nacional.
Pero, dejando al margen las consideraciones prácticas, la creación de los primeros tribunales nacionales para crímenes de guerra desde la Segunda Guerra Mundial enviaba un mensaje simbólico, al colocar la guerra contra el extremismo islámico en la misma categoría que la guerra contra el nazismo.
El primer grupo de procesados, formado por Hamdan y otros tres, estuvo cuidadosamente escogido y fue investigado varias veces en su recorrido por la cadena de mando. Los abogados militares asignados al equipo fiscal pasaron los sumarios de los casos al asesor del Pentágono para los tribunales, de él a Paul D. Wolfowitz, de éste al subsecretario de Defensa y de éste a Bush. En un principio, Hamdan tenía que ser el primer árabe juzgado.
Aunque el Gobierno no ha acusado a Hamdan de ser miembro de Al Qaeda per se, sí dice que recogía y entregaba armas que utilizaban los colaboradores de Al Qaeda, que se entrenó en un campo de Al Qaeda y que fue guardaespaldas y conductor de Bin Laden. La acusación formal contra él es un cargo de conspiración, que el Gobierno define como "la integración en un colectivo de personas con un objetivo criminal común".
El general de brigada Thomas L. Hemingway, un fiscal militar de la Fuerza Aérea que en la actualidad asesora al Pentágono en relación con los tribunales, no quiere hablar de las pruebas del Gobierno contra Hamdan salvo para destacar que la fiscalía ha entregado ya a la defensa 18.000 páginas de hallazgos, entre ellos fotografías incriminatorias y resúmenes de las numerosas declaraciones de Hamdan a los interrogadores. "¿Quiere que le caracterice en una palabra el caso contra Hamdan?", me preguntó el general Hemingway. "Sólido".
Desde luego, el Gobierno es consciente de que los primeros juicios estarán sujetos a un escrutinio minucioso, y no parece probable que haya escogido un caso que no esté prácticamente asegurado.
Una historia atractiva
Y la historia de Hamdan es atractiva. A diferencia de la gran mayoría de los combatientes enemigos, que llegaron a Afganistán en la cresta de la ola yihadista, a partir de 1999, Hamdan trabajó para Bin Laden desde 1996 hasta su captura en noviembre de 2001, un periodo que no sólo incluyó el 11-S, sino también los atentados de 1998 contra dos embajadas estadounidenses en África oriental y el atentado del año 2000 contra el USS Cole. Y, aunque muchos yihadistas nunca llegaron a conocer personalmente a Bin Laden, Hamdan no ha negado que trabajó directamente a sus órdenes. Un fiscal hábil podría convertir su juicio en la historia de los 10 años de guerra de Al Qaeda contra Estados Unidos y, de esa forma, contribuiría a mostrar la naturaleza de nuestro enemigo; los juicios estarán abiertos a la prensa salvo cuando se presenten pruebas secretas. Independientemente de las pruebas que pueda tener el Gobierno contra Hamdan, resulta difícil creer que trabajase para Bin Laden cinco años, en los que se realizaron importantes atentados terroristas, y no supiera nada de las intenciones de Al Qaeda ni disfrutara de la confianza de su jefe. Y, dado que ha reconocido que era conductor, pensar que pudiera transportar armas no es del todo absurdo.
No obstante, parece claro que Hamdan no ocupaba ningún alto cargo en Al Qaeda cuando Estados Unidos decidió juzgarle, en 2003; desde luego, había otros presos sospechosos de haber cometido crímenes más graves. ¿Por qué no procesar antes a otros criminales más terribles? El Gobierno no cuenta por qué se decidió por Hamdan. Es posible que quisieran aguardar a juzgar a sus presos más valiosos hasta después de probar sus teorías legales con otros actores de menor importancia.
© The New York Times Magazine. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
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