Cuidado con el enroque
Bajo criterios de estricta racionalidad económica poco hay que objetar a las decisiones adoptadas ayer por el Consejo de Ministros para reforzar la capacidad regulatoria de la Comisión Nacional de la Energía (CNE) y clarificar el mercado de la electricidad. La ley vigente exige a la CNE que vigile la salud financiera de las empresas eléctricas, pero le impide al mismo tiempo examinar a los eventuales compradores que no procedan de sectores regulados o simplemente sean de otro país. Esta anomalía, que el Gobierno ha decidido corregir, permitiría a una empresa extranjera como E.ON adquirir una mayoría de control en Endesa sin someterse al mismo examen que ha sufrido durante meses Gas Natural, puesto que está sometida hasta ahora sólo a la regulación alemana. También es de sentido común permitir al regulador español que examine y autorice o rechace la entrada de empresas extranjeras protegidas por algún tipo de control público, a modo de acción de oro encubierta, como es el caso de la empresa alemana, cuya hipotética venta a una empresa extranjera está desincentivada por el blindaje que estableció el Gobierno alemán sobre sus activos de gas (Ruhrgas) hasta el año 2012.
Lo mismo cabe decir de las medidas que pretenden acabar con el déficit de tarifa que generan abusivamente las compañías eléctricas -en su conjunto- para engordar sus ingresos reconocidos o con una interpretación arbitraria del tráfico de CO2. Estas dos últimas medidas estaban previstas antes de que el grupo alemán E.ON irrumpiera en el mercado con una OPA sobre Endesa que mejora con creces la de Gas Natural -cuya racanería económica han puesto en evidencia- y que resulta mucho más atractiva para los accionistas.
Pero las decisiones técnicas y económicas no pueden ser deslindadas de los condicionantes políticos. El Gobierno español sostiene un modelo empresarial para el mercado energético que choca frontalmente con la compra de Endesa por E.ON. El Ejecutivo invoca para ello que sus obligaciones con los usuarios y ciudadanos en general, a los que debe garantizar un servicio eléctrico eficiente, no pueden resolverse con meras invocaciones al mercado en tiempos de gran incertidumbre energética. Y más cuando el mercado que se invoca no lo es tanto. No es precisamente Alemania un modelo de mercado energético abierto ni un ejemplo de transparencia en la gestión de sus empresas estratégicas, como demuestra esa protección indirecta impuesta a los activos de E.ON.
Pero en este complejo juego de intereses y deberes, el Gobierno español no debe cometer el error de crear un conflicto con las autoridades comunitarias, que ya han advertido de que seguirán atentamente sus decisiones. Una cosa es que el tejido empresarial español sea capaz de generar ofertas mejores que la de E.ON -esto es, más atractivas para los accionistas de Endesa- y otra ponerse a cavar trincheras en los Pirineos. Desgraciadamente, los reales decretos aprobados ayer suenan a una declaración de guerra que el Gobierno debería evitar. Todas las decisiones de la administración deben respetar el marco legal comunitario. No es inteligente ni barato entrar en una guerra legal con Europa, ni sembrar tensiones innecesarias con Alemania.
Las iniciativas legítimas deben ser debatidas con Bruselas y Berlín en el bien entendido de que el mercado unificado europeo es hoy un puzzle imperfecto, compuesto de mercados controlados con distintos grados de nacionalismo por los gobiernos de turno y que sólo puede mejorarse y ampliarse mediante la negociación. Hay un camino, estrecho e incómodo si se quiere, entre la aceptación ingenua del mercado como única guía en operaciones estratégicas y el enroque en el principio de "las empresas españolas para los españoles". Hay que esperar que el Gobierno acierte a transitar por él.
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