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Columna
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Altolaguirre

Llegaremos viernes tarde hotel Savoy abrazos Manolo. Ese fue el texto del telegrama que Manuel Altolaguirre envió a su hermano Carlos, el 23 de julio de 1959, antes de ponerse en camino hacia Madrid. Había venido a España con su segunda mujer, María Luisa Gómez Mena, para presentar la primera versión de la película El cantar de los cantares en el Festival de Cine de San Sebastián. El mismo día 23, a las afueras del pueblo burgalés Cubo de Bureba, el coche volcó en un accidente que le costaría la vida a la pareja. Este telegrama, inesperado e imprudente diálogo con la fatalidad, pone punto final al Epistolario (1925-1959) de Manuel Altolaguirre que acaba de publicar la Residencia de Estudiantes, preparado por James Valender. El poeta malagueño no hizo grandes declaraciones literarias, no escribió para la inmortalidad con la excusa de sus amigos, ni quiso darle una ambición pública a documentos privados en su origen. Pero las cartas dan una visión muy viva de su personalidad, de su obra en marcha, de sus editoriales y sus empresas, del negocio ruinoso que supuso la publicación de algunos de los títulos más importantes de la poesía española contemporánea. Las cartas de Altolaguirre cruzan los aires andaluces de los años 20, el Madrid republicano, el amor de Concha Méndez, la Guerra Civil, el exilio y la vida en México, partida entre los nuevos amores, la literatura y el cine.

Los días juntan en su ir y venir el nacimiento de una hija, la admiración por Juan Ramón Jiménez, las ilusiones políticas o la preocupación de los malos negocios. La vida es una materia compleja que reúne y mezcla los acontecimientos sociales, los paisajes, las emociones, los miedos íntimos, elaborando ese ámbito mestizo, privado y público, histórico y azaroso, que llamamos realidad. Los epistolarios son algo así como la novela fragmentada de una vida, el eco de una existencia que se abre en mil direcciones, con letra más o menos firme según los días, y recibe vientos de mil procedencias, más o menos suaves o huracanados, según los tiempos. Ahora que la gente ha vuelto a escribir gracias al correo electrónico, hay millones de novelas descompuestas en los mensajes de la red. Son deseos y tragedias que van y vienen por el mundo, porque el mundo es una ficción de carne y hueso, tan elaborada y real como la literatura. La edición de los epistolarios del 27 ha servido para iluminar la significación histórica de muchos poemas y para conocer el carácter de autores como Pedro Salinas, Federico García Lorca y Luis Cernuda. Que contemos ahora con las cartas de Altolaguirre es una feliz secuela de la celebración de su centenario en el 2005. Las cartas reflejan no sólo una manera de ser, sino también el modo en el que se modula un carácter para presentarse a los demás.

Altolaguirre escribió una carta a Miguel Hernández, publicada durante la guerra civil en la revista Hora de España, comentando algunos poemas políticos del autor de Vientos del pueblo. Después de alabar su calidad, criticó algunas concesiones a la exaltación bélica, el culto a la personalidad de un jefe capaz de derribar aviones trimotores desde un caballo, o la humillación fúnebre de afirmar que morir es la cosa más grande que se hace. "No. Tú sabes que no", escribe Altolaguirre, que unos días después iba a recibir una carta conmovedora de su hija Paloma, enviada desde Bruselas, en 1937: "Papito, guapo mío, te tero mucho. Ven pronto con eta niña guapa. Ven en titimovi. Te tero ver. Soy muy buena. ¿Estás en España". No, sabemos que no. Las guerras no sólo están hechas de materia heroica, y una poesía real no puede componerse de consignas que olviden el sufrimiento, los amores, las inquietudes cotidianas, los miedos, las fragilidades, la novela azarosa de las vidas humanas. Los epistolarios nos ayudan a conocer por dentro estas vidas. Altolaguirre no llegó nunca al hotel Savoy. Resulta extraño sea tan partidaria de los himnos y las armas una especie que no puede estar segura ni de las noticias de sus telegramas.

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