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Con el pasado que vuelve

Cada vez que me preguntan qué cosas del pasado recuerdo con más intensidad, contesto con una involuntaria paradoja: "Lo que más recuerdo es lo que no he visto".

Así lo siento, exactamente: recuerdo lo que no he tenido, trato de incorporar a mi memoria lo que no sé. Y lo que más extraño (que es la otra manera de nombrar lo que más recuerdo) son, casi siempre, experiencias colectivas en las que no estuve y que siguen conmoviendo todavía la imaginación de la gente.

Pienso en la matanza de Tlatelolco que sucedió los mismos días en que México se preparaba para los Juegos Olímpicos, en el presidente boliviano Gualberto Villarroel colgado de un farol del alumbrado público en 1946, en La Paz; pienso en el suicidio del presidente brasileño Getulio Vargas, en el caudaloso entierro de Eva Perón. Sobre esas historias escribo: porque nada se recuerda tan hondamente como lo que no se pudo vivir.

Una enfermedad inesperada que me retuvo en cama durante toda la segunda mitad de enero me indujo a revisar -vaya a saber por qué- los archivos de 1934/35, cuando el mundo era otro.

La voz humana, que hasta entonces sólo se podía conservar en unos cilindros rígidos, empezaba a ser grabada en cintas flexibles que cabían en el bolsillo. En Canadá nacieron las quintillizas Dionne, que pesaban menos de un kilo y que sobrevivieron a la infancia pero no a las desdichas de la celebridad. Las tenistas profesionales, que llevaban por primera vez faldas cortas, fueron protegidas del entusiasmo masculino en Wimbledon con un sistema de radios en miniatura. El legado pontificio Eugenio Pacelli -que sería Papa cinco años después- repartió 6,000 ostias de dos centímetros de diámetro en la gran cruz que se alzaba frente al Monumento de los Españoles en Buenos Aires.

Esas historias me sorprendieron, pero no sentí por ellas la menor añoranza. Había, sin embargo, un episodio que me hubiera gustado recordar: el vuelo del dirigible Graf Zeppelin sobre las atónitas azoteas de la capital argentina.

Hace algún tiempo vi partes de un Zeppelin en el museo del Aire y el Espacio, de Washington. Las literas de dos pisos copiaban las de los barcos alemanes, con altas ventanas que daban al cielo abierto. En el enorme comedor cabían unos 50 comensales, que debían sentarse a las mesas vestidos de gala. La distracción del largo viaje era caminar por los pasillos como por las veredas de una plaza, contemplando a un lado el horizonte de nubes e imaginando bajo los pies el vientre enorme del dirigible, compuesto por células metálicas infladas con helio, dentro de las cuales había miles de otras células llenas de hidrógeno.

Setenta años atrás, viajar en Zeppelin era el capricho supremo de los millonarios. Los viajeros argentinos salían en un hidroavión Cóndor desde el puerto de Buenos Aires y llegaban tres días después a Recife, en el nordeste de Brasil: ahí los esperaba el Zeppelin. El viaje transatlántico comenzaba al amanecer y duraba unas 70 horas. Poco después de sobrevolar la isla Fernando de Noronha, el capitán de la nave entregaba a cada pasajero un certificado que celebraba el cruce del Ecuador. Rara vez se superaban los 215 metros de altura.

Aunque en las colas del dirigible se desplegaban las cruces esvásticas del Tercer Reich, nadie reparaba en esa minucia. Los desmanes del nazismo eran aún "respetables esfuerzos patrióticos", y las deportaciones de judíos o las confiscaciones de bienes parecían tragedias pasajeras. Hay que leer los diarios de aquellos tiempos para advertir con cuánta fuerza los vientos de la historia soplaban en la dirección equivocada. Los expertos predecían que el Zeppelin iba a ser insuperable en los viajes transatlánticos, por "su perfección técnica y su innegable seguridad".

Manuel Mujica Láinez, uno de los grandes cronistas argentinos, escribió en un diario de a bordo: "No se crea que esta maravilla implica sacrificio alguno: ruido incómodo de motores, almuerzos rápidos en los pequeños hoteles del Brasil, escasez de higiene en el dirigible, donde cada kilogramo de peso tiene una importancia fundamental para el equilibrio de la aeronave. Nada de ello. Aquí se viaja tan holgadamente como en el más agradable de los cruceros". Para Mujica Láinez, como para casi todos los demás periodistas de la época, el Zeppelin era la metáfora de un mundo mejor.

Al cabo de pocos años, sin embargo, esa metáfora se consumiría en llamas. El 6 de mayo de 1937, un dirigible mayor que el Graf Zeppelin -el Hindenburg- explotó sobre un campo de aterrizaje en Lakehurst, Nueva Jersey, nadie sabe (ni aun ahora) por qué. Los tripulantes y casi todos los pasajeros se carbonizaron. Decenas de expertos dictaminaron que los dirigibles y globos aerostáticos eran vulnerables y los hangares de Friesdischafen fueron desmantelados.

Todo ese pasado cayó de un día para otro en el olvido. El piloto en jefe de los dirigibles, Hugo Eckener, una celebridad que suscitaba tanto respeto como Albert Einstein o Madame Curie, debió exiliarse, no porque lo culparan de impericia, sino porque se descubrió que era adversario del nazismo.

Acabó sus días en 1954 como jefe de máquinas de la fábrica Goodyear en Akron, Ohio.

Quizá porque he querido siempre recordar lo que no pude vivir, más de una vez me veo a mí mismo a bordo del Graf Zeppelin, regresando a un Buenos Aires en el que nunca estuve.

El pasado no se mueve de su sitio, Greta Garbo sigue evocando cada rincón del cuarto donde fue feliz con John Gilbert en Reina Cristina y el asesinato del diputado monárquico José Calvo-Sotelo en julio de 1936 desata la hoguera de la Guerra Civil española.

La memoria es, al fin de cuentas, una cuestión de lenguaje. Así empezó el mundo, con el Verbo, y tal vez así termine.

Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. © 2005 Tomás Eloy Martínez Distribuido por The New York Times Syndicate.

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