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Los verdaderos costes de la guerra de Irak

Joseph E. Stiglitz

Las cosas más importantes de la vida -como la vida misma- son inestimables. Pero eso no significa que las cuestiones relacionadas con la conservación de la vida (o de un modo de vida), como la defensa, no puedan someterse a un análisis económico frío y minucioso. Poco antes de la actual guerra de Irak, cuando Larry Lindsey, economista de la Administración de Bush, insinuó que los costes podrían variar entre los 100.000 y los 200.000 millones de dólares, otros funcionarios pusieron enseguida objeciones. Por ejemplo, Mitch Daniel, director de la Oficina de Gestión y Presupuesto, cifró el cálculo en 60.000 millones. Ahora parece que las previsiones de Lindsey se quedaron excesivamente cortas. Preocupado por el hecho de que el Gobierno de Bush pudiera habernos engañado a todos respecto a los costes de la guerra de Irak igual que había hecho con las armas de destrucción masiva de Irak y el vínculo con Al Qaeda, me uní a Linda Bilmes, una experta en temas presupuestarios de Harvard, para analizar la cuestión. Incluso nosotros, que nos opusimos a la guerra, nos quedamos atónitos ante lo que hallamos, ya que los cálculos entre prudentes y moderados variaban desde algo menos de un billón de dólares a más de dos billones.

Nuestro análisis empieza con los 500.000 millones de dólares de los que habla abiertamente la Oficina Presupuestaria del Congreso, cifra que de por sí es diez veces más alta de lo que el Gobierno dijo que costaría la guerra. Su cálculo se queda tan corto porque las cifras publicadas ni siquiera incluyen todos los costes presupuestarios de la Administración. Y los costes presupuestarios son sólo una fracción de los costes soportados por la economía en su conjunto. Por ejemplo, el

Gobierno de Bush ha estado haciendo todo lo posible por ocultar el enorme número de excombatientes que regresa con heridas graves: 16.000 por el momento, de los cuales un 20% aproximadamente padece graves lesiones cerebrales y en la cabeza. Por consiguiente, no es de extrañar que su cifra de 500.000 millones de dólares pase por alto los costes sanitarios y por discapacidad de por vida que la Administración pública tendrá que desembolsar en los próximos años. Y el

Gobierno tampoco quiere afrontar los problemas de reclutamiento y retención de los militares. La consecuencia son grandes primas de reenganche, mejora de prestaciones y aumento de los gastos de reclutamiento (hasta un 20% sólo entre 2003 y 2005). Además, la guerra desgasta enormemente los equipamientos, algunos de los cuales deberán ser sustituidos.

Estos gastos presupuestarios (sin tener en cuenta los intereses) ascienden a 652.000 millones de dólares en nuestro cálculo prudente y a 799.000 millones en nuestro cálculo moderado. Se podría decir que, dado que la Administración pública no ha controlado otros gastos ni aumentado los impuestos, los gastos se han financiado mediante deuda, y los costes de los intereses sobre esta deuda añaden entre 98.000 millones de dólares (cálculo prudente) y 385.000 millones (cálculo moderado) a los costes presupuestarios. Por supuesto, la principal carga de los costes por lesiones y muerte la soportan los soldados y sus familias. Pero el Ejército paga pensiones de discapacidad marcadamente inferiores al valor de los beneficios perdidos. De manera similar, las indemnizaciones por muerte sólo ascienden a 500.000 dólares, mucho menos que los cálculos habituales del coste económico vitalicio de una muerte, a los que en ocasiones se hace referencia como el valor estadístico de una vida (de 6,1 a 6,5 millones de dólares).

Pero los costes no paran aquí. El Gobierno de Bush afirmó una vez que la guerra de Irak sería buena para la economía, y un portavoz llegó incluso a insinuar que sería el mejor modo de garantizar que el precio del petróleo se mantuviera bajo. Como en otros muchos aspectos, las cosas han salido de otra manera: las empresas petrolíferas son las grandes ganadoras, mientras que la economía estadounidense y la mundial son las perdedoras. Siendo extremadamente prudentes, calculamos el efecto total sobre la economía si sólo se atribuye a la guerra entre el 5% y el 10% del incremento. Al mismo tiempo, el dinero gastado en la guerra podría haberse empleado en otra parte. Calculamos que si una parte de ese dinero se hubiera dedicado a inversión interna en carreteras, colegios e investigación, la economía estadounidense se habría estimulado más a corto plazo, y su crecimiento habría mejorado a largo plazo. Y hay otros costes, algunos posiblemente bastante elevados, aunque cuantificarlos es problemático. Por ejemplo, los estadounidenses pagan anualmente unos 300.000 millones de dólares por el "valor opcional" de la preparación del ejército, que puede luchar allí donde sea necesario. El que los estadounidenses estén dispuestos a pagar esto supone que el valor opcional supera a los costes. Pero no cabe duda de que el valor opcional se ha visto enormemente deteriorado, y es probable que no se recupere en varios años. En resumen, hasta nuestro cálculo "moderado" puede subestimar significativamente el coste de la intervención estadounidense en Irak. Y no incluye ninguno de los costes que suponen las enormes pérdidas de vidas y propiedades en el propio Irak.

No pretendemos explicar si se engañó deliberadamente al pueblo estadounidense respecto a los costes de la guerra, o si el grave error de cálculo del Gobierno de Bush debería atribuirse a la incompetencia, como vehementemente sostiene éste en el caso de las armas de destrucción masiva. Tampoco tratamos de evaluar si hay formas más rentables de hacer una guerra. Pruebas recientes de que el número de muertos y heridos podría haberse reducido enormemente proporcionando a los soldados chalecos antibalas mejores dan a entender que la frugalidad a corto plazo puede provocar costes a largo plazo. Ciertamente, cuando se puede elegir el momento de iniciar una guerra, como en este caso, la mala preparación es todavía menos justificable. Pero semejantes consideraciones parecen estar más allá de los cálculos del Gobierno de Bush. Los complejos análisis de costes y beneficios para proyectos importantes son práctica habitual en el Departamento de Defensa y en otras partes de la Administración pública desde hace casi medio siglo. La guerra de Irak era un "proyecto" inmenso, pero ahora parece que el análisis de beneficios tenía grandes fallos y el de costes prácticamente brilla por su ausencia. Es inevitable preguntarse si había formas alternativas de emplear una fracción de los entre uno y dos billones de dólares que cuesta la guerra en gastos que habrían reforzado más la seguridad, potenciado la prosperidad y promovido la democracia.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es catedrático de Ciencias Económicas en la Universidad de Columbia y autor de Los felices noventa. Traducción de News Clips. © Project Syndicate, 2006.

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