Los enfermos no votan
En España prácticamente no existe Comunidad Autónoma sin un nuevo museo de arte contemporáneo, ni tampoco una ciudad mayor de 50.000 habitantes sin su Universidad. Efectivamente, en varias de estas universidades, nacidas a granel, hay departamentos donde el número de profesores iguala o supera al número de alumnos y se dan casos en que es imposible impartir clases por falta de matriculaciones. En cuanto a los museos, los directores, designados según apegos políticos, deben devanarse los sesos para presentar alguna exposición de valor o hacer cálculos imposibles para dotarse de obras que cubran los muros.
En ambos supuestos, la insuficiencia del contenido contrasta con la munificencia del continente. La arquitectura, el gran volumen de la construcción, desborda el objeto que hospeda hasta el punto de que progresivamente se ha ido generando una especie de entes físicos que remedan el comportamiento de aquellos moluscos marinos que segregan unas conchas de nácar de tanto atractivo que hacen olvidar la causa originaria de su formación.
Se puede, en la actualidad, preparar una rica excursión para visitar la pujante arquitectura de espacios para el arte, palacios de congresos y auditorios, universidades e instituciones oficiales en casi la totalidad de las capitales, pero es difícil que su interior ofrezca una correspondencia cabal y de caudal. Ocurre exactamente lo mismo pero en sentido inverso, a lo que se observa en el sector de la sanidad. Los hospitales públicos son formidables ejemplos del desacuerdo entre el volumen de las construcciones y la masa de enfermos que las ocupan o se encuentran demandando hacerlo. Los pacientes se apilan en los pasillos, entre goteros, transfusiones, gemidos y protestas de la familia, recreando, además, mediante las desesperadas listas de espera, los daños irreversibles del aplazamiento, los dramas y tragedias de la insuficiencia, el culpable desajuste entre los problemas urgentes y el desdén de la Administración. La desarmonía, en fin, entre el escaso aforo de los edificios y la volumetría del dolor. ¿Será porque los enfermos no se manifiestan? ¿Será porque un teatro o un auditorio se avienen mejor con las necesidades políticas para la performance y la promoción?
No importa de qué punto se trate, si de Madrid o del País Vasco, de la Comunidad Valenciana o Galicia. Por todas partes faltan hospitales, servicios, quirófanos, habitaciones. Los médicos españoles, relativamente mucho más abundantes que en los demás miembros de la OCDE, emigran para encontrar trabajo hacia otros países mientras aquí se escatiman las inversiones y los pacientes de la Seguridad Social deben servirse de contactos, súplicas y parentelas, como en los años difíciles, para poder ser atendidos a tiempo.
No se trata, desde luego, de un problema exclusivamente español. En todos los países democráticos, sin importar lo avanzados o democráticos que se autodefinan, la historia de la sanidad pública ha empeorado en paralelo a la misma degradación de la política y de sus personajes. Una película de Denys Arcand, Las invasiones de los bárbaros, denunciaba en 2003 las variadas corruptelas de una clínica pública en Montreal. Dentro de ese espacio, propicio al soborno y a la improvisación, los actores hablaban sobre la degradación social en general. La cuestión, sin embargo, es que el centro significativo de ese menoscabo se concretaba simbólicamente en el déficit de sanidad pública dentro de una economía desarrollada.
¿Seguridad social? El sintagma ha pasado de evocar intensamente la protección general de la salud para referirse a la protección general contra los delincuentes. Los ciudadanos han dejado de ser regalados con suficientes dotaciones de enfermería para ser obsequiados con un mayor número de policías. Posiblemente se trata de que los vecinos sanos, aún de pie, cuentan para votar, pero aquellos afectados que se ven postrados por alguna dolencia no alcanzarán nunca la sede de los colegios electorales. O bien: la salud correlaciona con el voto como la enfermedad con la política de la actualidad.
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