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Columna
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Vergüenza

Lluís Bassets

Una vez más nos enfrentamos a una vieja, terrible y vergonzosa noticia. Un genocidio está en marcha, no más lejos de lo que se halla Irak de nuestro país; con objetivos de limpieza étnica, que incluyen las violaciones sistemáticas, la destrucción de poblados y el desplazamiento masivo de poblaciones. Esto sucede en un país asolado por la sequía y las hambrunas, en lo más profundo del subdesarrollo. Todos los organismos internacionales han discutido y firmado comunicados, tomado disposiciones y tirado de todas las alarmas. Se ha puesto en marcha una denuncia por genocidio ante la Corte Penal Internacional de La Haya. Naciones Unidas ha organizado una pequeña fuerza de mantenimiento de la paz, que todo el mundo reconoce como insuficiente y sin medios para evitar que prosiga la matanza.

¿No les suena a muy familiar todo esto? ¿No parece una antigua y amarga canción repetida una y otra vez, en Ruanda, en Bosnia, en Camboya, y en tantos y tantos lugares? Es de tema trágico y descorazonador: ciegos ante el holocausto, dispuestos a lamentarnos mañana, al despertar de nuestra somnolencia, nos veremos acosados entonces por los millares de cadáveres extendidos ante nuestra vista y pronunciaremos, una vez más, la oración inútil del nunca más.

Lo de ahora, para mayor congoja, no es una súbita guerra declarada en una insólita región, sino que viene produciéndose a cámara lenta, desde 2003; en un país sometido a observación y control internacional; y viene compitiendo por las primeras páginas de los periódicos, aunque con muy escasa fortuna, al lado de lo que de verdad interesa. Hace un año y medio, el 18 de agosto de 2004, Yolanda Monge explicaba en EL PAÍS su viaje a Darfur y documentaba ya 50.000 muertos, más de 120.000 refugiados en Chad y no menos de un millón de desplazados dentro de territorio sudanés. "La campaña de violaciones es sistemática y tiene un único objetivo: humillar a las mujeres, a sus maridos y a sus padres, y romper los árboles genealógicos tribales y étnicos", escribía. Ahora mismo, el semanario The Economist calcula que ya son unos 200.000 los fallecidos, y cita fuentes que elevan las cifras hasta 300.000. Son 200.000 los refugiados en el vecino Chad. Y ya alcanza a dos millones el número de los desplazados en peligro.

El genocidio, esa palabra sagrada a veces tan frívolamente gastada, está en boca de muchos desde hace demasiado tiempo. El Congreso norteamericano, el presidente Bush y el ex secretario de Estado Colin Powell la han utilizado, sin efecto alguno. Una fuerza de la Unión Africana, compuesta por soldados de Ruanda, Suráfrica, Senegal y Nigeria, intenta proteger a la población civil, tarea en la que se ha revelado insuficiente en número y sobre todo en equipamiento y apoyo logístico y aéreo, hasta el punto de que no hay duda alguna de que, o se hacen cargo de esta crisis de una vez los países más ricos, o lo que se avecina hará sonrojar a quien le quede todavía un poco de vergüenza y de dignidad entre quienes dirigen la política y la opinión occidentales.

Se ha hablado mucho, y probablemente de forma incompleta e insuficiente, de los autores de las matanzas y de las operaciones de amedrentamiento masivo de poblaciones. Son las guerrillas paramilitares llamadas janjaweed, mantenidas y apoyadas por el Gobierno sudanés frente a los rebeldes de esta región fronteriza con Chad. Janjaweed significa "hombres armados a caballo", aunque suelen ir también en jeeps e incluso en helicóptero, y la siniestra sonoridad de su denominación les emparienta con los interahamwe, "los que matan juntos", tristemente famosos en el genocidio de Ruanda, hace más de diez años.

Escasa ha sido hasta ahora la atención prestada por la comunidad internacional, con Estados Unidos y la Unión Europea y Naciones Unidas al frente, a la crisis de Darfur. Incluidos los medios de comunicación. Pero hay un motivo de inquietud adicional, más específico y sangrante, en estos días retorcidos de debates sobre la blasfemia y los tabúes religiosos. Unos y otros, los que matan y los que mueren, son musulmanes. Lo son las poblaciones desplazadas. Y los millares de mujeres violadas. Pero estas víctimas son invisibles para los mandatarios de los 57 países miembros de la Conferencia Islámica, cuya Cumbre de La Meca, celebrada en diciembre, dedicó su tiempo y sus severas palabras a las viñetas de Mahoma, pidió su criminalización y penalización, pero no tuvo ni una sola frase para la matanza en curso. Y si creyéramos al secretario general de la Conferencia, Ekmeleddin Ihsanoglu, pensaríamos que es precisamente en Europa, y no en África, en tierra del Islam, donde ahora mismo está en marcha una campaña de limpieza étnica, asesinatos y deportaciones en masa y ataques por comandos terroristas contra los musulmanes, como sucedió con los judíos bajo el hitlerismo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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