¿Nos merecemos nuestro pasado?
Pascal Bruckner ha pintado con acierto a la sociedad occidental contemporánea como una en la que se ha generalizado socialmente un difuso sentimiento, el sentimiento del "me lo merezco". Toda una generación ha llegado a comprenderse a sí misma aunando dos elementos en principio lejanos entre sí: el infantilismo y la victimización. Para nosotros, el niño es por antonomasia el ser que se lo merece todo, a pesar de que salta a la vista que no ha hecho ningún mérito para nada. Pero se lo merece, en nuestra sensibilidad, por su inocencia, porque siempre es víctima. Pues bien, con ese paradigma nos vemos a nosotros mismos, como sempiternas víctimas inocentes del mundo. Por eso nos lo merecemos todo, por eso ostentamos un crédito infinito contra el mundo que nos rodea.
No basta quedarse con los síntomas, es preciso hablar honestamente de cuál es esa enfermedad y cuáles fueron sus causas
Al final de la pesadilla resulta que todos habríamos sido inocentes porque todos seríamos victimas
En este sentimiento difuso incide con habilidad el lema propuesto por el lehendakari Ibarretxe en su último mensaje navideño. "Nos merecemos la paz", afirmó con ese aire de bonhomía campechana y voluntariosa que le caracteriza. Hasta ahora necesitábamos la paz, según proclaman los ya desteñidos carteles que el nacionalismo gobernante colgó de ayuntamientos y diputaciones hace años, allá cuando el asesinato del concejal Miguel Angel Blanco. Este año ha dado con una nueva fórmula más en consonancia con la sensibilidad predominante. Ya no se lanza una petición menesterosa de paz, sino que declara enfáticamente que somos acreedores de ella. Porque "merecer" significa en castellano ser digno de algo, haberse hecho por propios méritos acreedor de una recompensa. Así que lo que anuncia el lehendakari es que, como pueblo, hemos hecho méritos como para tener paz.
Pero no acaba aquí, ni mucho menos, la carga semántica del invento. Para detectar su profundidad, hay que leer la frase también en negativo, lectura que permite poner de manifiesto no sólo lo que afirma sino también lo que implícitamente excluye. En efecto, cuando dice que los vascos "nos merecemos la paz", está subliminalmente afirmando que "no nos merecemos su ausencia". Y da igual cómo definamos esa ausencia, como una situación de guerra, de terrorismo o de simple crimen; lo importante es la afirmación de que no nos merecemos eso que ha sucedido y todavía sucede en nuestro derredor. Es decir, trasponiendo de nuevo el significado lingüístico del verbo merecer, lo que se afirma es que "no hemos hecho méritos para que eso suceda". Pero entonces, si lo sucedido no se debe a nuestros méritos, si su etiología es ajena a nosotros como vascos, lo que está finalmente diciendo es que no somos responsables de ello. Este y no otro es el mensaje subyacente en una fórmula aparentemente estereotipada. Lo que late en el fondo de las palabras de Ibarretxe es una absolución: los vascos nos exoneramos colectivamente de cualquier responsabilidad por lo que ha pasado.
Pues bien, ese mismo 31 de diciembre en que este mensaje se lanzaba por los medios el asesino se cruzó en Azkoitia, una vez más, con la viuda de su víctima. Tenía derecho a estar ahí, a poner una cristalería en los bajos de la casa, a imponer su presencia diaria a la viuda. Y dijo unas palabras terribles: "El pueblo me apoya a mí, no a ella". Terribles porque son ciertas, como los ediles de ese pueblo han aclarado. El pueblo le apoya a él. El mismo pueblo al que le susurra su lehendakari "te mereces la paz", "tú no eres responsable de lo sucedido". Es difícil decidir cuál de los dos hechos, la conducta del pueblo o el mensaje con que se le arrulla, resulta más impúdico.
A la sociedad vasca se le está invitando a deslizarse por un cómodo tobogán que engrasan a partes iguales la autosatisfacción y la absolución por su reciente historia. En lugar de intentar comprender la parte que cada conducta ha tenido en la producción del pasado, en lugar de construir y contar un relato que lo explique y sirva de catarsis, se barajan en un incesante runrún pragmáticos argumentos para declararlo cerrado, para proclamar por fin una especie de sobreseimiento político de cierta historia. Al final de la pesadilla resulta que todos habríamos sido inocentes porque todos seríamos víctimas. Es la nueva pedagogía de la reconciliación tal como muchos, y no sólo nacionalistas, anuncian jubilosos. Pasemos página de una vez.
No se trata de reivindicar, en su contra, una especie de culpa colectiva a la vasca (como se instauró en Alemania después del Holocausto), pues en nuestro caso los culpables tienen nombre y apellido y son sólo unos muy concretos. El dilema colectivo que aquí tenemos planteado es el de atrevernos (o no) a traer a la plaza pública del debate un asunto distinto, el de la responsabilidad por lo sucedido. Una responsabilidad que, esta sí, implicaría a sectores muy amplios de la sociedad y, sobre todo, a elementos estructurales de su discurso y su práctica, tanto sociales como políticos. No basta con decir que la sociedad vasca está enferma, como hacía días atrás un Pello Salaburu turbado por lo sucedido en Azkoitia. No basta quedarse en los síntomas, es preciso empezar a hablar honestamente de cuál es esa enfermedad y cuáles han sido sus causas.
Esta es una cuestión que, más allá de la del trato a las víctimas, afecta a la posibilidad misma de constituirnos como sociedad de ciudadanos. Decía Zygmunt Baumann que el sujeto, sea personal o colectivo, sólo se constituye como tal sujeto en tanto cuanto se hace responsable de sí mismo, en el momento en que se hace cargo de sus actos. Devenir sujeto de la propia vida (autodeterminarse) no es un grito alegre de libertad emancipada, como puede parecer en una primera aproximación, sino un acto doloroso de asunción de responsabilidades. Es eso que tiene lugar cuando tomamos conciencia de que las cosas no pasan porque sí, sino que han sido en gran manera consecuencia de nuestros actos o de nuestras omisiones.
En este dilema actual que vivimos, suena como un sarcasmo infinito que muchos pretendan (incluso exijan estentóreamente) que Euskal Herria sea el único sujeto responsable del futuro colectivo y, al mismo tiempo, rechacen de plano que sea responsable del pasado. ¿Qué sujeto sería el constituido sobre ese escapismo esquizofrénico? Sería un sujeto deforme, un sujeto amputado de su historia más reciente. Una historia que, diga lo que diga el lehendakari, la sociedad vasca sí se ha merecido. Como se merecen su historia todas las sociedades de hombres libres.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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