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Columna
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Deambular surrealista

Vicente Molina Foix

Habrá que ver dónde ponen al final la calle de Eduardo Haro Tecglen, y si la ponen cerca de la de Jaime de Campmany: el Ayuntamiento de Madrid, que se precia de justo, decidió equiparar a los dos escritores tras su fallecimiento, estableciendo un criterio salomónico. Hasta ahora estábamos acostumbrados al criterio faraónico: grandes obras que al inaugurarse revelan su oquedad, su inútil insuficiencia grandilocuente. Mientras imaginaba dónde podría estar situada la calle de Haro y el correlato objetivo de Campmany, me puse a deambular, siguiendo lo que André Breton llamaba "le hazard des rues" (el azar de las calles) y leyendo en casa, entre paseo y paseo, dos libros deliciosos: el clásico de Pedro de Répide Las calles de Madrid, y otro mucho menos voluminoso de M. Isabel Gea Ortigas, Los nombres de las calles de Madrid, publicados ambos por Ediciones La Librería.

Por buscar un antecedente, me fijé en las calles con nombres de escritor, y, si eso es un indicio, hay que decir que vivimos en una ciudad literaria. Existen decenas de calles, plazas y hasta glorietas (¿un diminutivo de gloria?) dedicadas a escritores admirados, Azorín, Larra, Manrique, Valera, Gracián, Pérez Galdós, Quevedo, y también a otros que leemos menos, como Muñoz Seca, Quintana, Echegaray, Campoamor o De Ayala (no Pérez, Don Ramón, sino López, Don Adelardo). Las curiosidades son infinitas: Moratín, Leandro, tiene dos calles, una a solas y otra con su padre (calle de Moratines); hay varios hermanamientos callejeros (los Bécquer, los Álvarez Quintero, los Argensola), y la plaza de Matute no es, hélas, en honor de la escritora barcelonesa. Tampoco la de Antonio Flores corresponde al llorado cantante, sino al autor costumbrista que nunca escribió Pongamos que hablo de Madrid.

La sangre corre por muchas arterias de la ciudad. La calle de la Cabeza, en el barrio de Lavapiés, debe su nominación a un episodio francamente gore y no exento de conexiones con El silencio de los corderos; en este caso (que da asimismo nombre a la no muy lejana calle del Carnero), el reguero sanguinolento dejado por la testuz de un cuadrúpedo reveló la existencia del crimen de un "cura acomodado" (también hay redundancia en el callejero). Nada tiene que ver con ese crimen ni con ese carnero degollado la de Andrés Borrego, entre Pez y Luna; Borrego, Andrés, fue un periodista del siglo XIX, y según algunos, el patriarca de la prensa española. Igualmente macabro es el origen de la calle del Desengaño, por el que sufrió el Caballero de Gracia (véase su calle propia) disputando con otro gentilhombre del Siglo de Oro el amor de una bella dama que resultó ser una momia (en el sentido anatómico, no figurado, de la palabra). Sin embargo, quien busque un vestigio sadomasoquista en la calle del Humilladero sufrirá otro desengaño. Para chascos, el que yo me llevé en Francisco Silvela. Según la erudita Gea Ortigas, que parece una mujer con los pies bien puestos en la tierra, este político y escritor decimonónico con larga calle fue el autor de la frase "Madrid, en verano, con dinero y sin familia, Baden Baden", atribuida siempre a Pedro Beltrán o a algún otro dandy de los años 1950. Walia (con calle frontera a la del suicida Ganivet) es el único rey godo que no me aprendí de niño, Veneras viene del término arquitectónico y nada tiene que ver con la sexualidad, siendo injusto que la calle del Tutor no tenga cerca la del Pupilo.

Aunque lo más llamativo de mi exploración fue el cómputo por profesiones o títulos. Madrid honra en su callejero a no menos de 13 médicos, a 17 generales (y me quedo corto), a ocho duques y más de 20 marqueses, y sólo a seis maestros, todos músicos, no de segunda enseñanza (que, más callados, se la merecerían lo mismo). Lo que más hay son santos. Los masculinos rozan la sesentena, por sólo 18 santas; los cupos, que no se cumplen ni en la Madre Iglesia. Pero la nomenclatura sagrada madrileña va en aumento: el antiguo parque de Machupichu (en el distrito de Hortaleza) pasa a llamarse de Juan Pablo II, aun antes de su beatificación. Si sigue con esa política de quita y pon, el Ayuntamiento podría darle a Haro la calle de Augusto Figueroa, que al pobre no lo lee nadie. Y para Campmany, sin salir de la vecindad (como pidió la Asociación de la Prensa), ninguna mejor que la de Válgame Dios. Desde el más allá, uno y otro vería así, con percepción sin duda distinta, cómo la gente gay toma las calles de Chueca sin ocultar su nombre.

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