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Columna
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Un discurso maniqueo

"Quienes están en contra del nuevo Estatuto es porque no creen de verdad en la Comunidad Valenciana ni en España", ha declarado el presidente de la Generalitat, Francisco Camps. No ha dicho nada de la inmensa mayoría de los ciudadanos que no tienen la menor idea acerca del Estatuto valenciano, bien porque les importa una higa, bien porque el que realmente les moviliza o confronta es el catalán, tan debatido y zarandeado en los medios de comunicación. Del nuestro, esto es, el del mentado presidente y su interlocutor, el dirigente socialista Joan Ignasi Pla, apenas si hemos tenido noticia debido a la complicidad y discreción con que se ha negociado, excepción hecha del reciente, intempestivo y rápidamente desactivado rifirrafe a propósito de la lengua y el listón electoral autonómico.

Pero no es nuestro objeto glosar ahora la leve proyección mediática del estatuto valenciano, por no hablar de la desvaída expectación cívica suscitada. Lo que nos ha resultado llamativo -y lamentable- es la proclama maniquea del molt honorable, arriba transcrita, en tanto que asocia el valencianismo cabal y aun el españolismo fetén con la fe o adhesión incondicional a la propuesta reforma estatutaria. De lo dicho se desprende que a un lado se alinean los buenos patriotas y, al otro, no diremos que los malos, pero sí los críticos o reticentes -siempre sospechosos-, entre quienes se deberán incluir cuantos en su día también disintieron democráticamente de la carta magna autonómica y aun de la misma Constitución vigente, siendo así que no pocos lo hicieron por juzgar insuficiente el grado de autogobierno que se nos otorgaba. O sea, por un plus de valencianismo cuando la derecha indígena no lo había descubierto porque se estaba curando los golondrinos de tanto saludar brazo en alto.

Comprendemos que el presidente Camps aspire a explotar poco menos que en exclusiva el éxito conseguido al prosperar la -en realidad, su- reforma del Estatuto. No sólo se ha colgado la medalla, sino que ha noqueado a su interlocutor, de bolos a estas horas por Europa para defender una política urbanística ajena y por él mismo condenada reiteradamente. Nos tememos que con despliegues o claudicaciones de este género no será mucho el crédito que fomente el líder -es un decir- socialista. Casi nos inclinaríamos a pensar que, a tenor de la sintonía entre ambos, bien podrían compartir una candidatura en los próximos comicios.

Sin embargo, aunque domeñado su principal adversario en las urnas, el presidente Camps no debe aspirar a la unanimidad, y menos a un fervoroso aplauso a su labor de gobierno, sin que por ello deba condenar a los discrepantes. Y condenarlos, sobre todo, apelando a las emociones patrióticas, un recurso siempre peligroso por estos lares, donde la exaltación chovinista arde por menos de nada. Un liberal pata negra como es -o fue- el titular del Consell no debe adornarse con esos simplismos. Ni siquiera cuando la cúpula estatal de su partido abunda en ellos instalando mesas petitorias en las calles para registrar desahogos patrióticos. Ni tampoco debe olvidar que se puede ejercer tanta o más valencianía desde el disentimiento, ya sea con una determinada política -la del PP valenciano, por señalar lo obvio- o con el mismo Estatuto. No admitirlo así nos retrotrae al discurso predemocrático y maniqueo.

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