Con derecho al error
El diario danés Jyllands-Posten puede ser ajeno a cualquier concupiscencia con el Choque de civilizaciones que predijo Samuel P. Huntington en 1994 entre cristianismo e islam, y que su intención al publicar una serie de caricaturas que mostraban a Mahoma como el símbolo mismo del terrorismo internacional, obedeciera únicamente a la ignorancia, el mal gusto, o el deseo de llamar la atención, vicios todos ellos tan comprensibles como comunes.
El problema es que con ello se ha prestado un impagable servicio a Bin Laden, y su vesania antioccidental; a todos los que sostienen que Estados Unidos combate en Irak -en lugar de fomentar- la hidra de Al Qaeda; y a aquellos que con la beatitud que produce haber encontrado un nuevo enemigo, a 15 años del suicidio de la URSS, están persuadidos de que el islam es el mal químicamente puro. Muy al contrario, nada hay que fatalmente obligue al vigoroso islam y al desmejorado cristianismo a chocar como placas tectónicas del odio, pero si nos empeñamos, ellos y nosotros, seguro que podemos lograrlo.
La polémica sobre si las viñetas eran publicables o no plantea, además de cuestiones de libertad de expresión, problemas geopolíticos aún de mayor gravedad. Ningún acontecimiento que movilice sentimientos de autodefensa cultural como la insensata caricatura de Mahoma con una bomba en la cabeza, suele nacer y morir en sí mismo; al contrario, se inscribe en una obra completa. En las relaciones históricas entre Islam y Occidente, ambas partes tienen mucho que reprocharse y de que arrepentirse, pero lo que cuenta es la percepción que cada uno tiene de su papel más que la suma-balance de su actuación. Y en ella, la guerra de Irak como formidable avatar y el conflicto de Palestina como tela de fondo, son aparentes episodios de una guerra occidental contra la propia existencia del islam. Sin la ocupación anglosajona de Irak es probable que la reacción hubiera sido mucho menos violenta.
Cuando en la I Guerra del Golfo, en 1991, hubo quien predijo una conmoción general del mundo islámico por la violación de los Santos Lugares, sobre todo a la vista del apoyo masivo de la opinión árabe a Sadam Husein, y cuando en la posguerra no pareció que ocurriera nada semejante, el comentario de los que habían apoyado la acción occidental fue que todo era la fantasía de unos aprendices de Casandra. En el periodo 98-99, sin embargo, se hizo presente una organización llamada Al Qaeda y comenzó a circular el nombre del saudí Osama Bin Laden. Los que habían tachado de agoreros a quienes temían un empeoramiento de las relaciones Islam-Occidente, prefirieron, sin embargo, no establecer vinculación alguna entre la guerra y la organización terrorista.
El segundo conflicto de Irak (2003-...) está desencadenando igualmente en el mundo islámico unas tormentas de odio que los Estados árabes cínicamente toleran para que se desfogue un sentimiento que, de otro modo, podría canalizarse contra su propio poder. Pero el hecho de que haya tal desproporción entre ofensa y reacción, no hace menos irresponsable la actitud del que ofendió sin mirar a quién. Abstenerse de encargar o publicar las viñetas, no habría sido en este caso autocensura, sino comportamiento responsable.
Se produce también con el episodio de las caricaturas un salto cualitativo en relación, por ejemplo, a la fetua contra Salman Rushdie. El caso del novelista, musulmán de Bombay, condenado por la ira fanática de Jomeini en 1989, era un asunto interno del islam, y por mucho que Occidente saliera en defensa del réprobo, la partida se resolvía a intramuros de la fe para la mayoría de los islamistas. Ahora, en cambio, es Occidente quien inflige directamente la ofensa, y no sólo ésta no se ciñe a una persona, sino que la publicación en un diario del corpus delicti se presta especialmente a hacer responsable a todo un colectivo. Pero está claro que, pese a todo, hay que defender el derecho a la crítica, porque una vez iniciado el camino de las prohibiciones nadie conoce su punto final. La autorregulación parece la única respuesta.
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