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Tribuna:ALEMANIA, CANADÁ, ESPAÑA
Tribuna
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Apunte sobre el federalismo

El federalismo pertenece de tal forma a la entraña de la Alemania contemporánea que incluso antecedió a la democracia. En 1806, Napoleón suprime el Sacro Imperio Romano de la Nación Alemana, constituido por cientos de pequeños Estados, fundando la Federación Renana que, ampliada, el Congreso de Viena (1815) luego reconvierte en la Federación Alemana (DeutscherBund), una etérea confederación de 35 Estados, que incluye Prusia y Austria, pero que ni siquiera llega a tener un poder ejecutivo. El afán de unir políticamente a la nación alemana desemboca en un federalismo, cuyo carácter principal es potenciar la integración. Sobre esta tradición, en 1949 se levanta la República Federal de Alemania, formada por Estados federados (Länder) de nueva creación, pero que han calado de tal forma que, pese haberse intentado en algunas ocasiones, no ha sido posible reagruparlos, evitando los altos costos de los pequeños.

Durante cuarenta años (1949-1989), el federalismo alemán ha propiciado un desarrollo económico y social, verdaderamente asombroso. Cuatro factores dan cuenta de tamaño éxito: la homogeneidad económica, social y cultural de la Alemania occidental que favorece la integración; el que el principal objetivo haya sido mantener un mismo nivel de vida y de servicios en todo el país, lo que impuso la solidaridad de los Estados más ricos con los más débiles; haber creado un sistema interestatal en el que se ha fijado con precisión competencias y limitaciones de cada uno de los poderes de la Federación y de los Estados federados, a la vez que ambas partes asumen responsabilidades conjuntas; en fin, refuerzan el federalismo la lealtad a la Federación por parte de los Estados federados y la preeminencia de las leyes y decisiones federales sobre las de los parlamentos y gobiernos de los Estados. El federalismo se mueve así entre subsidiaridad y autonomía, de una parte, y cooperación e integración, de otra, lo que obliga tanto a una negociación permanente como a que ambas instancias se hagan cargo de competencias compartidas.

Es bien sabido que en el último decenio el federalismo alemán arrostra dificultades crecientes, debidas a una mayor disparidad económica y social entre los Estados federados, yo diría incluso cultural, si se toma en cuenta las distintas formas de socialización en el este y en el oeste, de modo que se expanden culturas políticas diferentes que se reflejan en una menor capacidad integradora de los dos grandes partidos. En las últimas elecciones de septiembre de 2005, por primera vez CDU-CSU-SPD reunieron menos del 70% de los votos y el resto se lo reparten tres partidos pequeños, cuando en la antigua República Federal sólo uno, que servía de bisagra, superaba el 5% de los votos.

Si bien es cierto que la unificación es el factor principal que redujo la homogeneidad, no hay que olvidar el papel que han desempeñado la integración europea y la globalización. Ambas hacen saltar el Estado nacional, como marco de referencia, y obligan a responder a los desafíos exteriores de la manera más adecuada a las circunstancias de cada región. En vez del anterior estilo de negociación y consenso, cada Land busca ahora un recoveco que le permita aumentar la competitividad en el exterior, lo que implica competir también en el interior. Para ello precisa de un grado mayor de autonomía, con el consiguiente aumento de las diferencias entre los Estados Federados. La sociedad alemana, cada vez menos homogénea, es ya incapaz de mantener los mismos niveles de vida -los salarios en el este son bastante más bajos- ni la misma calidad de los servicios, las diferencias en educación empiezan a ser considerables.

El resultado es que los procesos de negociación y entendimiento son cada vez más largos y rara vez logran sobrepasar el mínimo denominador común. Si a ello se añade que la Cámara baja (Bundestag) tenía un color político distinto que la Cámara territorial (Bundesrat), se explica el bloqueo creciente del sistema federal. El Gobierno de la gran coalición, que sirve muy bien para desatascar los conductos obstruidos, no sólo ha eliminado esta dificultad, sino que pronto llevará a término la reforma del federalismo que se había atascado en las anteriores legislaturas. Hay que advertir que después de más de 50 modificaciones de la Constitución en estos últimos decenios, en Alemania nadie por suerte la sacraliza para impedir las reformas necesarias, máxime cuando los cambios que trajo consigo unificación, globalización y el ulterior desarrollo de la Unión Europea han sido de tanta envergadura.

El 23 de enero, en la sede de la Fundación Ebert de Berlín, se celebró un seminario dedicado a comparar el federalismo alemán con el canadiense. Aunque no cabía más que dejar de nuevo constancia de las grandes diferencias entre estos dos modelos, sin embargo, es muy significativo que los alemanes echen una mirada a un país multiétnico, multiconfesional y bilingüe, justamente cuando se va resquebrajando la homogeneidad alemana. Estamos pasando de un federalismo basado en la igualdad a otro que reconoce y se acopla a la disparidad. Son grandes las diferencias socioeconómicas y socioculturales entre el Canadá del este y el del oeste, hasta el punto de que las relaciones entre estas dos partes son mucho menos intensas que las que mantienen las provincias limítrofes con Estado Unidos.

La gran diversidad social y económica que caracteriza a Canadá lleva consigo que el modelo de federalismo canadiense sea muy distinto del alemán. El primero es un federalismo exclusivo del poder ejecutivo, sin que se extienda al legislativo, no existe una segunda Cámara territorial. (El Senado, nombrados sus miembros por el jefe del Gobierno y permanecen hasta cumplir los 75 años, no tiene la menor influencia). La federación y las provincias, incluso sin coordinarse entre sí, recaudan los impuestos más importantes, dejando los menos cuantiosos en exclusividad a la federación o a las provincias, de modo que la presión fiscal es distinta en cada una de las 10 provincias. Con todo, la tendencia general ha sido que las provincias recauden una parte cada vez mayor de la suma total. Diferencias que remacha la política social (educación, sanidad, cultura, ayuda social), competencia exclusiva de las provincias, aunque compensada por el apoyo (spending power) de la federación a las provincias más pobres. Pero lo más llamativo del federalismo canadiense es la posibilidad del opting out, o sea, el derecho de apartarse de las normas federales y sustituirlas por las propias, que primero se concedió a Quebec y que han terminado por practicar otras provincias. Todo ello configura loque se ha dado en llamar federalismo asimétrico, que yo mejor diría confederal.

El federalismo canadiense potencia la competitividad entre las provincias, pero también los conflictos entre ellas y la federación. Las relaciones entre los gobiernos provinciales entre sí y con la federación semejan a veces a las que existen entre los Estados en la esfera internacional. Con razón se ha hablado de una "diplomacia interna", como uno de sus rasgos característicos. La fuerza de este modelo radica en que las negociaciones bilaterales o multilaterales entre la federación y una o varias provincias permiten variadas formas de cooperación, pero también de autonomía que, repito, llega al extremo de que cada provincia pueda salirse de la norma aceptada por la mayoría. El alto grado de flexibilidad representa una ventaja obvia en un mundo globalizado en el que hay que reaccionar rápido, y hacerlo además desde posiciones muy distintas.

Dejo a un lado el debate entre federalismo y soberanismo en Quebec, no sin constatar que el Tribunal Supremo en 1998 puso término a la política quebequesa de amenazar con la secesión para arrancar más y más privilegios, conscientes de que les falta el apoyo electoral suficiente para hacerla efectiva. Dos son los principios que importa resaltar de aquella consulta: no existe derecho de autodeterminación para un territorio que no esté sometido a un status colonial, pero es evidente que si una mayoría cualificada quiere la separación no hay forma democrática de impedirlo. Pero en este caso hay que votarla en un referéndum claro, y no ocultarse en peticiones parciales, como la de Estado asociado, para ir preparando paso a paso una secesión que la mayoría no habría votado si se le confronta clara y directamente con ella.

El lector que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí sabe que el profesor de ciencia política no le está colando las notas preparatorias de una clase, sino que elección y tratamiento de los temas tienen una intención política clara: propiciar un debate nacional sobre una reforma de nuestra Constitución que convierta el llamado Estado de las Autonomías (uno unitario, aunque muy descentralizado) en un Estado federal que frene la dinámica actual hacia un Estado confederal, que éste sí comporta el peligro de la desmembración. El PP está empeñado en detener a todo trance la aprobación del Estatuto catalán, recurriendo a todos los trucos, por demagógicos que fueren, sin preocuparle lo más mínimo que cree tensiones entre Cataluña y el resto de España que a la larga sólo favorecen al independentismo. Ha llegado incluso a proponer la convocatoria de un referéndum en todo el Estado para la aprobación del estatuto, algo claramente inconstitucional. Cierto que una reforma estatutaria de este alcance hubiera debido contar con la participación del mayor partido de la oposición, pero él mismo se autoeliminó, al oponerse a tomar en consideración un proyecto que había seguido el procedimiento previsto, aprobado por el 90% del Parlamento catalán. De negarse a considerar el proyecto porque atañería a una Constitución que declaraba intocable, el PP ha pasado a plantear que se reforme primero la Constitución de modo que encajen las necesarias reformas estatutarias. A nadie se le oculta que constituye un último intento por frenar el Estatuto catalán, pero ello no quita que la propuesta sea razonable. Al menos habría que indagar si el PP estuviera dispuesto a modificar la Constitución en el sentido de un Estado federal, porque entonces tendría sentido detener los estatutos hasta poder levantarlos sobre bases más sólidas. ¿Acaso podría ser un día realidad lo que hasta ahora se me antoja la cuadratura del círculo, hacer de nuestro Estado unitario, aunque altamente descentralizado, un Estado federal que funcione?

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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