Entre fábula y premonición
Hay dos maneras de ver esta última, serena, a veces zumbona y siempre interesante película de Manuel Gutiérrez Aragón. Una, como a tantas otras de sus mejores criaturas anteriores (Sonámbulos, El corazón del bosque, Maravillas), como lo que aparenta ser: una fábula en la que los personajes son, a un tiempo, ellos mismos y otros. Así, Una rosa de Francia se diría una especie de Tristán e Isolda en la que el viejo rey de Cornualles fuera un contrabandista cubano (Perugorría); el caballero que debe escoltar a la dama (González, un físico poderoso: lo conoce el lector por su magnético papel en Segundo asalto, además de sus comparecencias televisivas), un don nadie español fascinado por el contrabandista; y la bella (Ana de Armas), una criatura a quien crían para unirla con un viejo poderoso en tiempos de Batista, aunque ella tenga sus propios planes.
UNA ROSA DE FRANCIA
Dirección: Manuel Gutiérrez Aragón. Guión: Senel Paz y M. Gutiérrez Aragón. Intérpretes: Jorge Perugorría, Álex González, Broselianda Hernández, Ana Celia de Armas. Género: drama, España-Cuba, 2005. Duración: 100 minutos.
Si se mira así, la película se diría una variación más sobre el viejo tema del amor entre jóvenes que se impone, por la simple, arrebatadora inocencia del deseo a las decisiones de los decrépitos mandamases, salpimentada con otros temas ciertamente no menores, entre ellos el viejo asunto de la traición del discípulo al maestro, de la ruptura de la amistad viril en medio de la cual se interpone un tercero.
Días finales
Pero hay otra forma de acercarse a la película, que es la que pretende su director: como una reflexión, elíptica y sin decir claramente lo que se propone, sobre los días finales del castrismo, sobre el destino ignoto y abierto que se abre a quienes conocieron el mundo actual pero están llamados a moverse en un mundo futuro. Esta lectura la permiten no sólo algunas consignas que en el filme se lanzan como al vacío, sino también la propia ambigüedad de la situación histórica de la trama (en algún momento de la dictadura de Batista, pero sin mención alguna a los rebeldes de Sierra Maestra) y ciertos temas, entre ellos el de la emigración a EE UU, que aparecen en la agenda sociopolítica de ahora mismo.
Y como querría cualquier narrador sabio, aquí Gutiérrez Aragón no se conforma con una lectura unívoca -no es su estilo-, y deja que sea el espectador el que se adentre en los vericuetos de una narración que, tercer gran elemento a señalar, luce en la pantalla con una nitidez y un tempo sencillamente magníficos. Se diría que, liberado de las urgencias de una carrera al uso que exigiría un título cada año, el maestro cántabro se da el lujo de mostrar, en una puesta en escena que sólo puede definirse como transparente, el magnífico aplomo y la seguridad en un oficio al que sólo se llega después de muchos años. Y con este filme, Gutiérrez Aragón firma su mejor película, al menos desde El rey del río.
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