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Columna
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La ruta del frío

Ha hecho frío en Euskadi estos días. Todavía hace frío. ¿Cuánto frío hace falta para helarnos la buena o la mala conciencia? Ha hecho falta una iglesia en Intxaurrondo Viejo -la iglesia del convento que las hermanas de la Sagrada Familia de Burdeos tienen en San Sebastián- para salvar del frío a cuarenta indigentes estas noches de abrigo, para que no se queden literalmente tiesos, convertidos en témpanos de hielo. Pero en San Sebastián, según Cáritas Diocesana, son más de cien personas las que duermen al raso cada noche. No sabemos, por tanto, debajo de qué puente, dentro de qué cajero o en qué oculto encofrado de cartón pasarán estas noches los restantes sin techo de la Bella Easo. Aunque si nos lo propusiéramos, seguro que lográbamos, sin demasiado esfuerzo, detectar sus guaridas, sus colchones, sus zulos.

Pero hace mucho frío, demasiado para salir en plan safari urbano en busca de una especie que no termina nunca de extinguirse. Sólo los cazadores de papel y tinta (cazador blanco, corazón negro) son capaces de hundirse en el asfalto helado para sacar a flote los restos del naufragio, las especies exóticas, los animales muertos, el pescado congelado de ayer. Estos días de frío, para saber el frío que tenemos, un bonito reportaje ilustrado sobre los indigentes de nuestras ciudades resulta inmejorable, mucho mejor que el más sofisticado termómetro electrónico. En época invernal, los pobres de la calle dan un juego tremendo en los periódicos y en las televisiones.

Quizás lo único bueno de estas noches árticas es que la muchachada aficionada a visitar cajeros automáticos con un bidón de gasolina y un mechero prefiere quedarse en casa de sus padres, al calor del hogar, dulce hogar, jugando a entretenidos videojuegos en los que atropellar ancianos o apalear inmigrantes suma puntos y otorga comodines. Porque con estos fríos y con las calles sin calefactar, hay que ser un Amundsen o un Scott para salir de casa a navegar la noche sin el imprescindible rompehielos. El frío aquieta, inhibe, aburre. ¿Cómo ponerse a discutir con el termómetro bajo cero? ¿A quién puede importarle, bajo los soportales de San Nicolás, en plena madrugada de febrero, que Euskaltzaindia diga que el nombre de la capital vizcaína ha de ser Bilbo en lugar de Bilbao?

En Bilbao los sin techo no tienen una iglesia como en San Sebastián, aunque tienen albergues y otros centros. No es imposible ni descabellado pensar que entre los desgraciadamente numerosos indigentes de Bilbao exista algún filólogo dispuesto a discutir, en otra estación menos inclemente, las etimologías de la Villa. Alguien capaz, quizás, de recordar el bueno de Alfonso Irigoien paseando con Feredico Krutwig por el Casco Viejo. Recuerdo que Irigoien, además de defender el término Bilbao (Bilbao y Ascao, bocana y boca) escribía sonetos como Arnaut d?Oihenart, con la misma osadía admirable. Pero también para escribir sonetos en euskara o en cualquier otra lengua hace falta una temperatura mínima.

Entre los 1.833 vagabundos censados por el Instituto Vasco de Estadística (Eustat), existe un 20 % con estudios superiores. La especie no se extingue, pero muda, evoluciona, cambia. Ahora podrían escribir sonetos (a lo mejor alguno los escribe). Ha subido el nivel de nuestros vagabundos e indigentes, nos dicen, lo dice la estadística, gracias al precio delirante de la vivienda, a la especulación inmobiliaria, en suma, y al fenómeno de la inmigración. Y no sólo hay personas con carreras universitarias entre los sin techo del País vasco, sino incluso personas que trabajan y a las que sus empleadores hacen como que pagan.

En todo caso, los últimos datos sobre los nuevos pobres (más jóvenes, cosmopolitas y preparados) iluminan el oscuro camino de la miseria, más transitado de lo que creemos. Viridiana sentaría hoy a su mesa a un grupo ameno de universitarios, ex empleados, divorciados, trabajadores con contratos-basura y extranjeros. La pobreza, que en España se batía en retroceso hasta los años 80 del pasado siglo, comenzó a repuntar en los años 90, en pleno boom económico. Los caminos que nos pueden llevar hasta el frío son muchos, variados, fatales. No deberían ser inexorables.

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