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Columna
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El calentón

José Luis Ferris

Gabriel García Márquez acaba de afirmar en una jugosa entrevista que ha dejado de escribir. La frase se merece, por supuesto, un gran titular si no fuera tan dudosa como decepcionante. El autor de Cien años de soledad asegura que durante todo el 2005 no pergeñó ni una sola línea, de modo que, según su sabio entender, hay elocuentes indicios que anuncian su retirada. Pero miren, si así fuera, García Márquez habría caído para mí en la decrepitud y en el lodo, es más, me pondría en la tesitura de pensar si toda su obra (todas y cada una de sus novelas) ha sido una burda patraña, una fabulosa impostura hábilmente servida bajo la estúpida etiqueta de realismo mágico.

Que un escritor afirme con aviesa y provocadora intención que ha dejado de escribir es tan grave como decir que ha dejado de respirar. ¿Que no le convence el ejemplo? Pues allá usted, pero no exagero ni un ápice si parto de la idea de que un escritor, o lo es para siempre o no lo ha sido nunca. Un novelista no se jubila a los sesenta como cualquier funcionario porque su oficio no está sujeto a su voluntad. Si la literatura para él no es un mero entretenimiento sino la razón de ser de su vida, no puede hacer con ella lo que le venga en gana. Un escritor verdadero, es decir, un tipo que se la juega en cada libro que pasa por su alma y por sus manos, que pone las tripas en ello, que sufre y que goza con cada frase, con cada palabra, no puede decir adiós muy buenas y a vivir de las rentas del engaño. Quiero creer que lo de García Márquez ha sido un puro calentón, una salida de tono inspirada por esa falta de inspiración que de vez en cuando se ceba con el mejor novelista. Quiero pensar que, veinticuatro años después de recibir el premio Nobel, Gabo no se raja como un vulgar perdedor o como un miserable triunfador apoltronado en el éxito al que se la sudan ya los buenos relatos y las ficciones verdaderas. Un escritor se muere en la brega, envuelto en los mismos tormentos y las mismas pasiones que le empujaron irremediablemente a escribir, en la misma soledad y el mismo vértice insalvable, pero nunca abandona este mundo desde la reserva o el retiro voluntario, arropado por la gloria de su gran mentira.

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