Urbanismo desenfrenado: una bomba de neutrones
La humanidad guarda en sus retinas los efectos de la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. Esqueletos urbanos separados por calles levantadas en las que deambulaban atónitos unos pocos supervivientes que no daban crédito a lo que veían.
El horror infinito y el miedo a la reacción del enemigo llevaron a los científicos a la sustitución por la bomba de hidrógeno, miles de veces más potente, y posteriormente se llegó a diseñar una bomba de neutrones bautizada como "bomba limpia". Se trata de un artefacto liberador de una gran cantidad de neutrones que bombardean el objetivo induciendo una alta carga de radiactividad que afecta solamente a las personas sin destruir el entorno. Si algún día se experimenta la fotografía será distinta. Las casas intactas, perfectamente alineadas y las calles despejadas, pero no encontraremos seres humanos que las habiten o peatones que las transiten.
Este escenario puede ser un anticipo de lo que veremos en algunas zonas de nuestro país si no controlamos la desenfrenada planificación urbanística, en las costas y también en los aledaños de las grandes urbes. Las futuras generaciones no se merecen esta herencia. La tierra que nos han legado nuestros antecesores no es nuestra, pertenece a los que nos sucedan.
El derecho de propiedad no es ilimitado. El uso arrogante, insolidario y brutal de este derecho es contrario al orden constitucional que destaca su función social, por encima de los intereses especulativos. Si en algún aspecto la propiedad del suelo alcanza su máxima dimensión social y constitucional es cuando se destina a la construcción de viviendas.
Las alarmas se han disparado ante un hecho insólito. Una concejal del Partido Popular de Alhama de Murcia ha paralizado con su voto una iniciativa urbanística increíblemente monstruosa. Afortunadamente ciertas sensibilidades, acorchadas por el desarrollismo, se han despertado y exigen a los políticos que valoren las consecuencias de esta locura, piensen en el futuro y respeten los intereses generales.
Ha llegado el momento de que el Estado de Derecho se tome en serio el problema y ataje las consecuencias catastróficas que conllevan políticas urbanísticas impulsadas por la mera especulación y reparto de beneficios.
No es fácil explicar a los ciudadanos por qué las leyes no se cumplen y por qué el sistema judicial no responde. Hemos sido capaces de generar variadas leyes del agua y del suelo, estéticamente perfectas, pero ineficaces. Se ha integrado su regulación en el conjunto que forman los espacios en los que las personas tienen necesariamente que desarrollar sus actividades vitales en condiciones que les permitan sentirse, al mismo tiempo, ciudadanos y seres humanos. Se puede afirmar, sin exageración alguna, que estamos fracasando estrepitosamente en la salvaguarda del desarrollo sostenible.
La apacible temperatura de nuestras costas mediterráneas es propicia para las personas que han terminado su vida laboral y disfrutan de posibilidades económicas fijen su residencia de forma estable, sobre todo durante los rigores del invierno europeo. Somos, por gracia de la naturaleza y de nuestras coordenadas geográficas, un lugar privilegiado para el descanso y también para desarrollos alternativos.
Este presente y un prometedor futuro no pueden quedar en manos de especuladores legitimados bajo la cobertura legal de "agentes urbanísticos" que utilizan una ley, que no resiste al más mínimo análisis racional, para actuar como auténticos cuatreros, chantajeando a ciudadanos españoles y europeos que habían diseñado de forma armónica, en la mayoría de los casos, su lugar de descanso.
Una nueva especie de depredadores, con el consentimiento y el empuje de los responsables de algunos municipios y, por qué no admitirlo, de irracionales conciudadanos, ha iniciado una operación devastadora que sólo tiene como objetivo el dinero fácil y rápido que se reparte desigualmente entre entidades públicas y sociedades privadas.
Con arrogancia infinita y prepotencia, legalmente avalada, presentan planes urbanísticos faraónicos con el sólo material de los papeles que los sustentan y la esperanza de un lucrativo incremento de sus patrimonios a costa de los espacios de convivencia. Algunos municipios se prestan a sus planes y, lo que es peor, deciden convencer a sus representados, ofreciéndoles el proyecto como un maná creador de innumerables puestos de trabajo y beneficios sin fin. El municipio promete a sus vecinos que con el dinero recaudado se mejorarán los servicios. El dinero normalmente se gasta en la pompa y ostentación. La educación, sanidad y vivienda es tarea que se reclama de las autoridades autonómicas o estatales.
En las zonas de escasa pluviosidad, las desaladoras, depuradoras y servicios de recogida de basuras o residuos recaerán sobre los entusiastas vecinos que no valoran, más allá de su inmediata vivencia, las consecuencias para ellos y para futuras generaciones.
No comprendo cómo se ha llegado a este estado de cosas sin que las autoridades hayan tomado medidas drásticas para abordar el problema. Afortunadamente el Parlamento Europeo, donde se sientan los representantes de muchos ciudadanos afectados por esta vorágine, ha escuchado sus quejas. Desde la distancia y la objetividad que les otorga su posición, han llegado a la conclusión, técnicamente irrebatible, de que en nuestro país el salvajismo urbanístico ha alcanzado cotas peligrosas que exigen urgentes correcciones.
No soy, en principio, partidario de solucionar los conflictos a golpes de derecho penal, pero la realidad me ha convencido de que es la única esperanza para reconducir una política suicida, que cuenta con la complacencia de muchos ciudadanos que jalean a un alcalde por tener limpias las calles y no le reprochan haberles asfixiado la convivencia. El pan para hoy y hambre para mañana no parece preocupar a los alegres y confiados electores que reeligen a los que bajo el lema "pon el ladrillo y corre" ofrecen maravillas inmediatas y desastres para el futuro.
El derecho urbanístico y los tribunales que lo aplican podrían ser la primera pantalla de protección anulando planes y derribando lo incipientemente construido. Por desgracia, todos sabemos que cuando la maquinaria judicial llega a dictar una resolución definitiva, las colmenas de adosados que reptan por las colinas o los rascacielos ribereños ya están habitados.
Nos queda el derecho penal que sólo contempla leves penas para estos delincuentes ambientales y especuladores del suelo. Muy pocas veces algún promotor o un alcalde demasiado expeditivo llega a los tribunales. Puede ser que incluso se les imponga una pena de prisión y multa que pagarán complacidamente.
Antes de que el tsunami de cemento se nos venga encima debemos activar los mecanismos de alerta y regular la expansión racional y no especulativa de una riqueza natural que no hemos hecho nada para merecérnosla. Sí mereceremos el reproche de nuestros conciudadanos si no sabemos utilizar los recursos del Estado de Derecho para que, en un futuro, como ya ha pasado en algunas zonas, los bloques de apartamentos no parezcan estructuras fantasmagóricas que nos recuerden el desastre que estamos impasiblemente levantando. Al final conseguiremos los mismos efectos que la bomba de neutrones: cemento y desolación.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.
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