'Marmitako' en Berlín
La cocina vasca comienza a conquistar la capital alemana con el restaurante Txoko
¡Si Wilhelm von Humboldt se levantara! Pocos años antes de fundar en 1805 la Universidad de Berlín, lugar de peregrinación durante décadas para un gran número de académicos europeos, el científico y político alemán realizó dos viajes al País Vasco para analizar in situ la lengua que ahí se hablaba. Sus escritos posteriores situaron al País Vasco en el mapamundi, inaugurando una larga tradición investigadora entre los lingüistas vascólogos del viejo continente.
Desde entonces existe una cierta química entre la capital alemana y el País Vasco iniciada por aquel personaje, continuada por los académicos berlineses que entre 1886 y 1896 publicaron la revista Euskara y prolongada por la Universidad Libre, donde hoy día se puede estudiar la lengua vasca. Hasta bien poco, este flirteo eusko-germánico fue más bien unidireccional, llevando la parte alemana casi siempre la iniciativa. Ahora -como si de un homenaje póstumo al ilustre aristócrata berlinés se tratara-, por fin, los vascos parecen querer salir de su pasividad expectante para contestar al largo e incansable cortejo con el "sí, quiero" más seductor que poseen: el gastronómico. Seductor y, aparentemente, impactante: el autor de estas líneas no recuerda haber visto en el principal telediario de la televisión alemana a las ocho de la tarde ningún otro reportaje sobre la apertura de un establecimiento socio-gastronómico aparte del dedicado, a principios de diciembre, al Goya a este producto de una nueva cooperación vasco-alemana.
El principal telediario de la televisión alemana ofreció un reportaje de la apertura del local
Faltan dos noches para acabar el año 2005 y está nevando copiosamente en Berlín. Milagrosamente, en la céntrica plaza Nollendorfplatz el tráfico circula con normalidad. Los 130 comensales que han podido reservar una mesa en el Goya, se van acercando al emblemático edificio en cuya fachada el nombre del local luce con un gran letrero iluminado en la oscuridad de la noche. Este edificio de estilo guillermino fue construido en 1906 y albergó en su día el teatro Neues Deutsches Schauspielhaus. Tras haber sobrevivido sano y salvo el bombardeo de la guerra, acabó convertido en discoteca hasta que un avispado empresario alemán lo compró y encargó al célebre arquitecto berlinés Hans Kollhoff su restauración para realizar así uno de sus sueños: ofrecer al público berlinés la posibilidad de disfrutar de la cocina vasca (todavía una gran desconocida para las clases medias y altas del país) y terminar la noche bailando al son de la mejor música.
Copiando en cierta medida el principio de las sociedades gastronómicas vascas -de ahí el nombre Txoko para el restaurante-, la financiación del proyecto se basó en la venta de acciones para los nuevos socios, que adquieren con ellas determinados derechos, así como una participación en los hipotéticos beneficios del local. Los no socios pueden reservar un menú por 35 euros o comprar (a partir de las 22.00) una entrada para la discoteca (10 euros).
Nada más pasar el control de la entrada, el interior del local cumple lo que la fachada prometía. La gigantesca sala principal es una mezcla de sidrería vasca y comedor harry-potteriano. Sidrería porque la colocación de las mesas en tres largas filas rompe con el principio -sagrado en los grandes restaurantes alemanes- de individualismo y privacidad de los comensales; comedor de Hogwarts por el glamur de la decoración, con cinco o seis enormes candelabros colgados del techo y cientos de velas que crean una atmósfera cálida y con un cierto toque de transcendentalidad. En una sala adjunta se encuentra el bar con una selección de tapas variadas, otra novedad en Berlín.
Pasadas las ocho, los 130 comensales afortunados -burguesía urbana de cuarenta años para arriba, vestida chic y deseosa de ver y ser vista-, reciben de un presentador una somera explicación de lo que es un txoko vasco. Y a continuación, los camareros, perfectamente organizados, comienzan a servir el menú: queso con membrillo como pintxo de entrada; marmitako con bonito, calamares y confit de cebolla con miel, de primer plato; pularda mechada con jamón de serrano al hinojo y salsa de naranja, de segundo; como postre crema de chocolate caramelizada.
Si uno llega mal acostumbrado por un disfrute bastante frecuente de la buena cocina vasca, en seguida sacará algún fallo al menú del Goya. Pero si se analiza desde el punto de vista de un público alemán con ganas de conocer otros gustos y con unos paladares no demasiado mimados, las críticas se convierten en tiquis-miquis de experto. Las opiniones recogidas al final de la cena, al menos, certificaban al unísono el éxito de los cocineros: ni escasez de bonito, ni tiempo de cocción excesivo en el marmitako. Esto último, además, no había sido un accidente, sino un efecto buscado, tal y como argumenta Florian Loefler, el jefe de cocina al mando del Txoko, junto con su colega vasco, Ager Uriguen.
Ludger Mees es catedrático de Historia de la UPV-EHU.
Euskera y alemán en los fogones
Florian Loefler, el chef alemán del Goya, es partidario de "hacer una didáctica paso a paso" a la hora de introducir los principios de la cocina vasca. Por ejemplo, en los tiempos de cocción. Dice que no se podían arriesgar a que algún comensal corriera la voz de que el pescado del marmitako estaba "crudo", cosa que nueve y medio de cada diez alemanes aborrece.
"Son un poco raros comiendo", sentencia su colega vasco Ager Uriguen en un fluido euskara con deje vizcaíno. Uriguen elabora los menús en coordinación con Aitor Elizegi, chef del Gaminiz en el Parque de Zamudio, quien puso en marcha la cocina del Goya, antes de volver a sus pucheros vizcaínos. "No prestan tanta atención a la comida como nosotros, y a menudo se dejan deslumbrar por una salsa muy especiada en vez de apreciar la calidad de la materia prima y su gusto original". Este choque de gustos gastronómicos se traslada incluso a los fogones del Goya, donde suele haber apasionantes discusiones sobre el uso del ajo: siempre abundante para los vascos, más tímido y minimalista para los alemanes. Al final, y pese a las dificultades idiomáticas (Loefler no es Humboldt y Uriguen habla euskara, castellano e inglés, pero no alemán), siempre se ponen de acuerdo.
La verdadera prueba para el éxito de esta cocina vasco-berlinesa llegará cuando en marzo se abra en el Goya un restaurante vasco a la carta. Sin embargo, a la espera de ese veredicto, no cabe duda de que los alemanes tienen algo que celebrar. Después de tantos siglos de ignorancia, algunas bocas privilegiadas de la capital han podido tener un primer contacto prometedor con la cocina vasca. Se ha iniciado una pequeña revolución en la tranquila Alemania del orden y la realpolitik, que está a punto de olvidarse de su innato pesimismo schopenhaueriano para superar con un fuerte golpe en la mesa su crisis mental y económica. La gente sólo piensa en su Mundial de fútbol y da por seguro el triunfo de su selección, la flamante canciller soluciona cumbres europeas en un santiamén y en Berlín cocina un vasco: todavía hay futuro para Alemania, todavía hay futuro para Europa.
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