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El limo benefactor

En Corea, las noticias nos fueron cayendo encima como jarros de agua fría. Primero, a finales de noviembre, cuando el famoso Dr. Hwang Woo-Suk confesaba públicamente haber faltado al código ético que rige la investigación en el terreno de las células madre, por lo que dimitía de todos sus cargos. Entre ellos, el más importante era el de director del World Stem Cell Hub, un centro de excelencia inaugurado hace sólo unos meses, con toda pompa y circunstancia, con el que los coreanos podían sentirse navegando en la cresta de la ola de la investigación mundial; lo que era una clara recompensa al esfuerzo de destinar casi un 3% del PIB al I+D, situándose así en la séptima posición del ranking mundial.

Precisamente, pocos días antes me había entretenido observándole de cerca, en una fastuosa cena homenaje que se le tributó, para conferirle el peculiar pero explícito título de "Embajador del Dinamismo de Corea". Aquella noche, Hwang compartió honores con el renombrado músico Chung Myung-Whun, que fue el primer director de la Ópera de la Bastilla, en París, donde cimentó una gloriosa carrera internacional dirigiendo orquestas. Chung tocó al piano un maravilloso trío de Schubert, junto con su hermana Kyung-Wha al violín -también estrella rutilante del universo musical- y su otra hermana, Myung-Wha, delicada violoncelista. Familia más musical, imposible.

Como contrapunto, Hwang habló, habló y habló. Y lo hizo con desbordado desparpajo, no desprovisto de un cierto divismo inevitable, desde su encumbrada posición de investigador mundialmente reconocido, candidato ya al próximo Nobel.

Hasta aquel momento, una ejemplar biografía le respaldaba. Nacido durante la cruenta guerra civil coreana, en una pobre ciudad de montaña del centro de la Península, se educó gracias a la tenacidad de su madre, prematuramente viuda. El joven Hwang trabajó en una granja agrícola para sufragarse los estudios. Tras arduos esfuerzos, logró ingresar, superando brillantemente el difícil sistema de selectividad, en la Universidad Nacional de Seúl, donde, en contra de la recomendación de sus mentores para que estudiara Medicina, se graduó en Veterinaria. Y ahí inició una carrera llena de éxitos que, concentrándose en las células madre y en su más espectacular secuela -las clonaciones-, se aceleró en 1999, cuando logró clonar una vaca; y culminó, en un triunfal 2004, cuando -engañando a todo el mundo- dijo haberlo hecho con embriones humanos para su posterior cultivo, desarrollando células madre apropiadas para necesidades concretas de pacientes individuales. En agosto de 2005 clonó al can Snoppy, un simpático labrador de mirada tan dulce como paciente que, ante los flashes de los fotógrafos en su presentación pública reaccionaba tímidamente, como si la cosa no fuera con él. Todo lo contrario de su creador, quien, a sus 52 años, decía trabajar 18 horas diarias, siete días por semana, descansando en medio de tan densas jornadas sólo durante 40 minutos, para meditar en un templo budista cercano.

Y así se fue convirtiendo en un verdadero icono, objeto de ese concienzudo orgullo nacional tan extendido en las sociedades confucianas. El Gobierno emitió sellos en su honor y una de las líneas aéreas de bandera le regaló 10 años de vuelos ilimitados, en primera clase, para él y para su esposa.

Arrastrado por el éxito, Hwang descuidó los requerimientos éticos a los que tan delicada investigación debe someterse. Por una parte, admitió para sus experimentos óvulos de dos de sus colaboradoras, algo que está rotundamente prohibido por el grado de coerción que una donación de este tipo pueda envolver. Por otra, un adlátere suyo compró subrepticiamente más óvulos, a través de los servicios de un hospital público, conculcando con ello el principio de la donación simple y pura.

Tras un devaneo de inexactitudes e indecisiones, al verse atrapado por la presión de los medios -sobre todo, después de que su socio estadounidense, el Dr. Gerald Schatten, denunciara las incorrecciones-, Hwang compareció en rueda de prensa, admitió su culpabilidad, pidió perdón y renunció públicamente a sus cargos y prebendas.

Entonces se produjo una airada reacción del pueblo coreano, cerrando filas en torno a su héroe. En pocas horas, más de mil mujeres ofrecieron, voluntaria y gratuitamente, sus óvulos al científico; y su club de seguidores, aglutinado en un portal de Internet -I love Hwang Woo-Suk-, creció como la espuma, de 3.000 a 15.000 miembros.

En aquellos momentos, los coreanos, pese a la explícita y contundente confesión del científico, se empeñaban en hacerse una serie de preguntas que, de entrada, podían parecer llenas de sentido.Partiendo de una actitud muy asiática, que sitúa a la comunidad por encima del individuo, algunos ciudadanos llegaron a sentir que los espectaculares resultados obtenidos por Hwang compensaban con largueza las que se entendían como minucias éticas en su metodología. Y más todavía, al conocerse que el código ético violado fue formulado hace la friolera de más de 40 años en la llamada Declaración de Helsinki, adoptada por la World Medical Association, en 1964. Todo ello hacía que se viera al infractor como una especie de patriota ferozmente castigado por los medios de difusión occidentales -Nature fue la revista que destapó sus maniobras- a los que se acusaba de ser un hatajo de tendenciosos que, bajo excusas bioéticas, pretendían detener el rápido avance de la investigación en un terreno en el que Occidente no quería, en modo alguno, ceder su primacía.

Hubo momentos de gran tensión emocional que dieron mucho que pensar. En primer lugar, sobre la investigación en sí. El trabajo con células madre comporta riesgos muy claros, sobre todo si se le vincula con la clonación; que la sombra de Joseph Menguele sigue siendo muy alargada. No obstante, un 90% de los trabajos con células madre no tiene nada que ver con las clonaciones; y sí, en cambio, abre esperanzadores caminos para la curación de enfermedades hoy todavía irreparables, como la diabetes o el alzheimer.

A diferencia de los budistas, que no ven en ellas ningún problema, al entender que la vida y la muerte no son antitéticas, sino distintos estados de un mismo proceso, la Iglesia católica y algunos gobiernos -el de Bush, entre otros- no quieren ni oír hablar de este tipo de investigaciones. Otros, con visión más generosa, las permiten sometiéndolas a un código bioético claro y explícito. Pero, con todo, el debate sigue abierto en múltiples frentes y permitió que -en alguna ocasión- Hwang, llevando el agua a su molino, evocara al héroe de su infancia, Galileo Galilei, quien fue implacablemente perseguido hasta su lecho de muerte por defender la justeza de sus formulaciones científicas.

En cuanto a la irregular relación con los donantes, no dejó de evocarse que no era la primera vez que investigadores habían contribuido al progreso médico llevando a cabo pruebas consigo mismos, sus familiares o sus dependientes. Recordemos, por ejemplo, que la vacuna contra la viruela se experimentó a través de voluntarios que inyectaron a sus hijos secreciones de enfermos afectados por la misma; y que el inventor de la vacuna contra la polio inoculó, primero, a su propia familia antes de hacer público su descubrimiento.

Pero lo que sí está claro es que la regulación -el código- es totalmente necesario. Ahí la pregunta es si unas normas recomendadas hace cuatro décadas no deberían ser reconsideradas hoy, a la luz de los múltiples desarrollos acontecidos en este largo -larguísimo, en términos científicos- período. Claro que los derechos básicos del ciudadano fueron formulados por la Revolución Francesa y siguen tan vigentes -y, en algunos países, tan apremiantes- como en 1789. Pero, a lo mejor, sí que sería conveniente revisitar el instrumento de Helsinki.

Por lo que respecta a la distinta percepción asiática del problema, nos topamos con la cuestión de la diferencia de valores entre Asia y Europa, una querella que la galopante globalización está desmontando. Pensemos que si de hecho -y vamos a imaginar, incluso, que de buena fe- algunos coreanos pudieron esgrimirla, el propio científico había confesado ya entonces, de plano: "Me dejé llevar por la escalada de éxitos y no comprobé si todo se hacía de acuerdo con los estándares globales. No lo hice y ahora lo pago. Estoy avergonzado". Al respecto, recordaré cómo Chris Patten, que junto a un notable político es un excelente escritor, zanja la polémica euro-asiática de los valores en una breve frase de su obra East and West: "La decencia es la decencia. En Oriente y en Occidente".

La historia ha tenido un mal final. Hace unos pocos días, la comisión investigadora que puso rápidamente en marcha la Universidad Nacional de Seúl, ignorando, con muy buen criterio, los sentimientos contradictorios de muchos coreanos, descubrió que el veterinario había falsificado los espectaculares resultados de sus trabajos con células madre. De repente, se hundieron todos los palos del sombrajo ante la gravedad de la defraudación perpetrada por Hwang, cuya mayor víctima -junto a la propia sociedad coreana que en un primer momento acudió en su auxilio- ha sido la comunidad científica del país, afortunadamente repleta todavía de investigadores honestos, deseosos de recuperar el prestigio internacional que Hwang, con sus jugarretas, les ha escamoteado.

Pero lo que, en medio de esta galerna, ha quedado claro es que, en todo caso, toda investigación requiere más pensamiento científico que vedetismo, y más paciencia que reacciones emocionales. Y, sobre todo, un sentido ético que debería abonar, como un limo benefactor, todos sus aspectos. Que ya lo decía Confucio: "Quien quiera ser perfecto en su trabajo, debe afilar sus herramientas". Y no sólo algunas; sino todas.

Delfín Colomé, embajador de España en Corea, fue director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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