Buen gobierno, pero posible
Lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. Eso es lo que puede ocurrir con el catálogo de recomendaciones -más de 70- que sobre el buen gobierno de las empresas ha hecho un grupo de trabajo constituido en el seno de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Es probable que las empresas españolas no estén a la vanguardia en transparencia y garantías para los accionistas minoritarios, pero las recomendaciones de la CNMV, que reclama la inspiración del documento que aprobó hace un año la Comisión Europea, o las sugerencias previas realizadas por el vicepresidente Solbes, van en muchos casos más allá de lo razonable a la hora de pormenorizar mecanismos teóricamente asociados al buen gobierno, pero que pueden obstaculizar sencillamente el gobierno de las empresas.
Se trata de principios de aplicación voluntaria, es cierto, pero es inevitable que actúen sobre la reputación y la imagen de las empresas. Nada más perjudicial que un estándar de calidad equivocado. De ahí que sea necesario extremar los cuidados a la hora de hacer propuestas realistas, de forma que el buen gobierno no menoscabe sencillamente el gobierno, y que lo que al principio aparece como recomendación no termine actuando como hiperregulación. Detrás de bastantes propuestas late un principio de desconfianza ante los administradores de las empresas que cotizan en Bolsa, y en general se desprenden un aroma intervencionista y un detallismo normativo excesivos. Las empresas disponen hasta el 28 de febrero para presentar sus observaciones al texto y, sobre ellas, la CNMV deberá elaborar el código definitivo antes del 31 de marzo, pero las que cotizan en el Ibex 35 ya han adelantado su disgusto. Consideran que se trata de un código más restrictivo que el vigente en Estados Unidos y que va mucho más lejos que las recomendaciones de la UE.
A juicio de la CNMV, las empresas españolas que cotizan en Bolsa deben aumentar el peso específico de los consejeros independientes en su proceso de toma de decisiones. Pero resulta temerario tratar de fortalecer su papel con normas que pueden derivar en la paralización del gobierno de las compañías o en la creación de un frente de oposición sistemática en el seno del consejo. Obligar a que el vicepresidente pertenezca al grupo de consejeros independientes, siempre que el presidente tenga poderes ejecutivos, es una de esas normas que delatan un intervencionismo abusivo. También lo sería otorgarle los amplios poderes que propone el texto: preparar la sucesión del presidente, presidir los comités de retribuciones, nombramientos y auditoría. Todo ello equivale a otorgarle una especie de estatuto de jefe de la oposición, formada por los consejeros independientes, algo del todo punto perjudicial para la unidad de acción del consejo.
Algunas ideas pudieran parecer razonables sobre el papel y en otras circunstancias: por ejemplo, que la mitad del consejo esté formado por consejeros independientes cuando se trate de empresas cuyo núcleo de control sea inferior al 30% del capital. Pero aplicar súbitamente este principio produciría un auténtico terremoto en todas las grandes empresas españolas que, lejos de facilitar su buen gobierno, las haría entrar en un periodo de turbulencia y de enormes dificultades de gobierno. El código sugiere una transición a la paridad que está en consonancia con los tiempos, aunque resulta curioso que la propuesta parta de un órgano que no la aplica en su propio seno y de un grupo de trabajo en el que sólo aparecen tres mujeres junto a diez hombres.
Un principio que exige mayor desarrollo es, sin duda, todos los aspectos relacionados con la capacidad de voto de los accionistas, eliminando blindajes selectivos. La defensa del inversor es precisamente uno de los cometidos de la CNMV y, en cumplimiento de esa función, debe velar por que los estatutos de las empresas eliminen algunos límites abusivos al ejercicio del derecho de voto en las juntas generales. En beneficio de la transparencia, puede ser recomendable que todos los accionistas de la compañía conozcan las completas remuneraciones de los consejeros, así como los pagos en opciones sobre acciones de los consejeros que al mismo tiempo son ejecutivos de la compañía.
Más allá de ese celo por homologar las sociedades cotizadas españolas con las de otros países avanzados, debería pesar la pretensión de ampliar la todavía muy reducida base de empresas sobre las que descansan los mercados de capitales organizados en España. Exigir, sí, pero procurar al mismo tiempo atraer a nuevas compañías al mercado. Eso sólo se consigue con códigos realistas y útiles, que sean ante todo susceptibles de cumplimiento sin menoscabar la propia eficacia empresarial.
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