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Columna
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Pasiones e intereses

Josep Ramoneda

En el encuentro entre académicos e intelectuales de Cataluña y de España que el pasado sábado acogió la Universidad Pompeu Fabra (UPF), se apeló en reiteradas ocasiones a Albert Hirschman para hablar de pasiones e intereses. José Álvarez Junco lo planteó así: "Distingamos los intereses de las pasiones y resolvamos lo primero sin apelar a lo segundo". Es cierto que los problemas susceptibles de ser solucionados son los que son divisibles y que, por tanto, entran de lleno en las sumas y restas de un proceso negociador. Si los intereses son divisibles y las pasiones son indivisibles, en teoría por lo menos, se avanzará más fácilmente si nos centramos en los primeros. En la práctica ya no es tan evidente. El economista Josep Oliver tiene razón al sospechar: "Si no hubiéramos tocado el asunto de la financiación, el Estatuto ya estaría firmado". En el largo periplo del Estatuto en el Parlamento español, lo cierto es que los negociadores están dejando para el final un tema de intereses -la financiación- y otro más ligado a las pasiones -la definición de Cataluña como nación. O sea que hay dificultades en todos los terrenos.

Pero, ¿pueden realmente desligarse intereses y pasiones? A mí me parece por lo menos problemático en la medida en que las pasiones son a menudo coartada para los intereses y que en muchas situaciones es difícil hacer la distinción nítida entre unas y otros, entre otras razones porque las pasiones a fuerza de estar presentes en la escena pública se convierten en intereses. ¿O no es del ámbito del interés el empeño que los partidos catalanes tienen de que Cataluña sea reconocida como nación? Por mucho que a algunos españoles este reconocimiento les ofenda en el alma -es decir, afecte a su sistema de pasiones y sentimientos- y que muchos catalanes -desde la pasión y la sentimentalidad identitaria- lo consideren una verdad incuestionable, el que España lo reconozca o no puede tener efectos contantes y sonantes en forma de intereses.

El Estatuto regula el lugar de Cataluña dentro de España. Se trata, por tanto, de una cuestión de reparto del poder. En este sentido entra del lleno en el terreno de lo divisible. El entendimiento, por tanto, es posible. Pero si las pasiones acuden a incendiar la negociación es porque unos las utilizan como presión para que el Parlamento español no ceda tanto -este es el sentido de la sagrada unidad de la patria- y otros la utilizan para conseguir que ceda más -ésta es la voluntad de no ser una autonomía cualquiera que se expresa apelando a la condición de nación. ¿Hay debate sin pasiones? Me parece que es una ilusión que se sitúa en un territorio tan ideal como la superación de la política por la simple administración de las cosas de la que hablaba Marx o el fin de la historia al que apelaba Fukuyama. Entre otras cosas porque si estamos hoy hablando de Estado de las autonomías y de reforma del Estatuto de Cataluña es porque el juego de las pasiones -y no sólo de los intereses- hizo que al final de la transición la cuestión catalana y la cuestión vasca formaran parte prioritaria del orden del día de la nueva democracia y obligaran a los legisladores a buscar una solución imaginativa que tomó la forma de 17 autonomías.

Si todo fuera reductible a intereses susceptibles de ser contabilizados en euros, probablemente la política habría desaparecido y reinaría ya definitivamente la economía. La razón de ser de la política es precisamente que además de dinero trata de personas, y por tanto, de intereses pero también de ideas, de pasiones y de sentimientos. Y aunque es cierto que la economía cada vez ejerce una función más normativa en nuestras sociedades, todavía queda algún espacio para la política.

Hay además una razón teórica para desconfiar de una separación demasiado radical de intereses y pasiones: puede provocar el efecto no deseado de sacralizar las pasiones, empezando por las identitarias. Efectivamente, si acordamos que tenemos que negociar sobre intereses y olvidarnos de las pasiones para no entrar en el juego de las ofensas y de las tensiones, estamos considerando que éstas corresponden a un territorio protegido, al margen del ejercicio crítico de la razón y de la política. Es decir, estamos colocando a las pasiones en el mismo terreno que reclaman para sí las religiones: fuera del alcance del cedazo de la razón crítica. Un territorio en que la razón política desaparece porque todo son desgarros sentimentales. De este modo contribuimos a la construcción de estos sistemas identitarios revestidos de presuntas pasiones colectivas, del que los nacionalismos son un buen ejemplo, que se caracterizan al modo de la religión por ser inefables, por convertir las críticas en heridas a la sensibilidad y por negar a los demás el derecho de no-pertenencia.

Precisamente porque las pasiones políticas son coartadas de los intereses no podemos dejarlas fuera del debate, consagrando un falso doble nivel de realidad: lo racional -objeto de discusión y negociación- y lo irracional -intocable. Las pasiones políticas, por mucho que se disfracen, también tienen su racionalidad: la del poder político. Decía Max Frisch: "La identidad es el rechazo de aquello que los otros quieren que seamos". Por eso, para mí la primera identidad es la que niegan todos los que tienen decidido lo que quieren que seamos: la de no ser nacionalista.

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Las pasiones son individuales, es la política la que pretende hacerlas colectivas. Pero las pasiones, ni individuales ni colectivas, pueden otorgar la impunidad. Pretender que las pasiones y sentimientos son inviolables es predemocrático. Y son estas actitudes predemocráticas las que sí deben quedar al margen del debate.

De modo que, aun siendo deseable que en los debates democráticos se consiga objetivar al máximo en términos de intereses los motivos de conflicto, no es una garantía de solución, más bien al contrario. El famoso debate sobre los déficit fiscales lo demuestra. Por lo general el poder, el verdadero poder, ha defendido con más tenacidad los intereses que las pasiones porque sabe perfectamente que contando con aquéllos éstas se dan por añadidura. Por lo general, problemas como el que nos ocupa no se resuelven, mutan, cambian, se metamorfosizan. Pero hay que acostumbrarse a vivir con ellos. Y, sobre todo, a reconocerlos. Porque no hay nada peor que tratar un problema como si no existiera.

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