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Columna
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Libros

El año 2005, que ya se aleja hacia el destierro permanente de la Historia, fue, por si alguien lo ha olvidado, el año del Quijote, pero también el año del libro y la lectura, una conmemoración más modesta, de contenido vago y resultado incierto, pero muy sentida. Como numerario del gremio, participé en algún acto relacionado con el asunto, frente a un público selecto, o sea, cuatro gatos. Estuvo bien: al fin y al cabo, la lectura es el acto individual por excelencia, y la relación con los libros varía con cada lector. Yo mismo, por poner un ejemplo que conozco, organizo mis lecturas con arreglo a un confuso programa de cuya existencia soy consciente, pero cuyo contenido ignoro a pesar de que sólo yo he intervenido en su diseño. Reflexiono largamente, trazo un plan minucioso y luego no lo cumplo. Por supuesto, en este descalabro intervienen factores externos: influencias, caprichos, libros que aparecen sin ser elegidos y otros, pocos, que desaparecen no sé cómo. Rara vez compro libros con la intención de leerlos de inmediato. Me gusta disponer de una librería de donde elegir la lectura que juzgo apropiada a cada momento, como quien dispone de una despensa y una bodega bien surtidas. Igual que con la comida y la bebida, considero los libros productos de consumo. La mera posesión no me produce ningún placer y no me importa desprenderme de ellos una vez leídos, con muy pocas salvedades. No obstante, mientras están en mi poder los cuido, no los subrayo ni doblo las hojas ni los dejo abiertos bocabajo. A veces tomo notas en un cuaderno que luego no vuelvo a consultar. También me gustan las ediciones buenas, el buen papel, la buena encuadernación y la letra grande. Las erratas de imprenta me ponen malo. Leo las introducciones y los prólogos después de haber leído el libro, nunca antes, y apruebo la práctica alemana de ponerlos al final. Antes un libro absorbente me podía mantener despierto toda la noche. Ya no. Si me gusta lo que leo, me sosiego y me duermo en cualquier sitio. No escucho música mientras leo, necesito un silencio conventual, pero leo bien en el avión, el metro y el autobús. También me gusta leer de pie. Y si tuviera que llevarme un solo libro a una isla desierta, preferiría ahogarme en el naufragio.

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