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Instrucciones a los sirvientes

Javier Marías

En 1731 Jonathan Swift, el famoso autor de Los viajes de Gulliver, publicó una de sus últimas obras "cuerdas" (su salud mental se fue deteriorando desde poco después hasta su muerte, en 1745): un panfleto titulado Instrucciones a los sirvientes, en el que aconsejaba a éstos, con la ambigüedad suficiente para dudar el lector a veces de si se encuentra ante una sátira o ante una cumbre del cinismo, cómo medrar, cómo aprovecharse, cómo salirse con la suya, cómo ser maligno, perezoso y ratero, cómo manipular y burlar al amo. Él no sólo tuvo sirvientes a partir de cierto momento, sino que también lo fue a su manera, al ser contratado, a los veintidós años, como secretario del diplomático Sir William Temple, con obligaciones tales como leerle en voz alta y ocuparse de las cuentas de la casa. El sobrino de Temple, que le profesó antipatía, contó que a Swift no se le permitía sentarse a la mesa con la familia, y que "su amargura, su capacidad satírica y su taciturnidad" lo hacían "insufrible tanto para sus iguales como para sus inferiores, y alguien a quien era arriesgado apoyar, para sus superiores".

"Aquí nadie rectifica las calumnias ni se disculpa"

Entre esas Instrucciones hay una que, con variantes, se repite hasta cuatro veces y que en verdad parece ideada para nuestra época, en especial para algunos colectivos. En su formulación más nítida dice así: "Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre impertinente e insolente, y compórtate como si fueras tú el ofendido; esto disipará al instante el humo de tu amo o de tu señora". Más tarde Swift insiste: "Cuando te reprendan por una falta, al salir de la habitación refunfuña lo bastante alto para que se te oiga con claridad; esto hará que tu amo te crea inocente". Y luego: "Si por una vez en la vida tu amo o tu señora te acusan injustamente, serás un feliz sirviente, porque lo único que tendrás ya que hacer, a cada falta en que incurras, será recordarles aquella falsa acusación, y declararte igualmente inocente en todas las ocasiones". Por último, el autor amplía sus recomendaciones: "Echa todas las culpas al perro faldero, al gato favorito, a un mono, a un loro, a una urraca, a un niño o al último sirviente despedido; así te exonerarás a ti mismo, no causarás perjuicio a nadie y ahorrarás a tu amo o a tu señora la molestia de reñirte".

Oh sí, medio mundo se diría que ha leído este opúsculo y que ha aprendido bien la lección, sobre todo en España. ¿Se han dado cuenta ustedes de lo raro que es hoy escuchar cualquier disculpa o reconocer a alguien una falta, un error, una mentira, una calumnia, un fallo, una metedura de pata, una desconsideración, una negligencia? En lo personal como en lo público. Cada vez que me siento tentado de quejarme o reprocharle algo a alguien -cosas leves: una desatención, una indelicadeza, una ingratitud, un feo olvido-, me lo pienso mucho, porque lo más frecuente es que, por razón que yo lleve, la conversación se salde con la indignación y el agravio de la persona en deuda o en falta. Si uno se lamenta amistosamente ("Hay que ver, nunca llamas"), lo más probable es que acabe justificándose por no ser uno mismo quien insiste lo bastante. Si uno señala una indiscreción con consecuencias, es casi seguro que al final haya de pedir perdón por su suspicacia. Si a uno le dan un plantón de tres cuartos de hora, es fácil que termine acusado de impaciente y grosero por no haber aguardado la hora entera. Y si reprende a un automovilista por haberse saltado un semáforo y haber hecho peligrar su vida, al término del lance puede haberla perdido por un golpe de llave inglesa sacada de la guantera.

Qué decir de los periodistas, locutores y políticos. En un país plagado de calumnias diarias, nadie las rectifica ni las enmienda, ni se disculpa cuando se demuestran tales: al contrario, el que las lanzó se juzga injuriado y se presenta como pobre víctima de un "linchamiento". No hemos oído al señor Trillo, antiguo Ministro de Defensa, lamentar sus tejemanejes o errores en la catástrofe del Yak-42, ni -lo que es aún más increíble- a Aznar, Rajoy y Ana Palacio pedir perdón no ya por sus embustes -los hubo- para involucrar a España en la ilegal Guerra de Irak, sino ni siquiera por sus ya innegables malos cálculos y equivocaciones respecto a las armas de destrucción masiva y a la vinculación de Sadam con Al Qaeda; menos aún a Acebes por su precipitada, conminatoria e interesada atribución a ETA de los atentados del 11-M. Tampoco a Felipe González por ser tan pipiolo como para no enterarse de los desmanes de los GAL en su día ni del rufianesco carácter de Roldán y otros varios subordinados suyos. Al revés: cada vez que a estos políticos -o casi a cualquiera- se les reprocha algo justo, montan en cólera y abroncan destempladamente a quienes les reclaman. Quizá sea -mal menor- que están tan convencidos de su condición de sirvientes de los ciudadanos y de asalariados de ellos, que llevan en su ánimo grabadas, aunque no lo sepan, las instrucciones dadas por Swift hace doscientos setenta y cinco años para los fámulos más cínicos y desvergonzados.

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