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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Ecos pretorianos

LA COLUMNA. Todo ha cambiado

en el Ejército, sí, salvo el discurso.

Por Santos Juliá

TODO HA CAMBIADO, también en el Ejército. La recluta desapareció y los quintos pasaron a mejor vida dejando su sitio a una tropa profesional; decenas de cuarteles construidos en el corazón de las ciudades cerraron sus puertas; se acabaron las guerras de África y el orden público dejó de estar militarizado; en fin, pero no menos importante, se acabó la autarquía mental en la que jefes y oficiales vivieron encapsulados durante cuarenta años: si algo ha cambiado desde 1978, ha sido la posición del Ejército en el Estado y en la sociedad españoles y en su relación con Europa y con el mundo. Treinta años nunca pasan en balde, pero en este caso el cambio ha sido espectacular y acontecido, al menos desde 1982, de manera silenciosa, casi puramente administrativa.

Como si nada de esto hubiera ocurrido, un teniente general al mando de la Fuerza Terrestre del Ejército sube al estrado el día de la fiesta militar y dice cosas que de pronto nos llevan a 1906, cuando la ley de Jurisdicciones -"fruto bastardo de una revolución incruenta", como la definió Melquíades Álvarez- consagró un ámbito de poder militar, o a 1917, cuando las juntas de defensa se entregaron al juego suicida de derrocar Gobiernos; o a 1923, cuando Primo de Rivera liquidó de un plumazo la Constitución de la Monarquía; o a 1932, cuando Sanjurjo probó suerte contra la República; o a 1936, cuando Mola y Franco cometieron lo que el presidente Azaña llamó crimen de lesa patria y dieron comienzo a tres años de guerra y a cuarenta de dictadura.

Todo ha cambiado en el Ejército, sí, salvo el discurso. Lo que dice hoy este general es lo que dijeron los militares levantiscos de 1905, los junteros de 1917, los golpistas de 1923, 1932, 1936. A pesar del evidente anacronismo, no es para tomárselo a broma, porque eso, y no otra cosa, fue también lo que dijeron los insurrectos de 1981. Un general ausculta las unidades bajo su mando, se arroga una representación que no tiene y "por expreso deseo" de "cuantos forman parte de las Fuerzas Armadas" manifiesta en un acto público una inquietud que envuelve una amenaza: intervenir por la fuerza en el proceso político en nombre de un juramento que habría que cumplir porque los militares son hombres de honor.

El teniente general Mena se ha dado buena maña para concentrar en un breve discurso todos los elementos que han provocado varias catástrofes en nuestra historia: la invocación de la unidad de España, los límites que los políticos sobrepasan, los juramentos, el honor. El general que así se pronuncia ignora que las Fuerzas Armadas son una burocracia del Estado, no son un poder del Estado. El poder militar no existe, y se confunden quienes invocan hoy la supremacía de un supuesto poder civil sobre otro supuesto poder militar para afear al general su conducta: sólo hay los poderes que emanan de la Constitución.

La infausta distinción de esferas de poder civil / militar fue lo que introdujo la ley de Jurisdicciones y lo que reforzaron las sucesivas dictaduras; pero fue lo que liquidó para siempre la Constitución. ¿No lo saben los militares? ¿Cómo es posible que una de las máximas autoridades del Ejército pueda invocar el honor para justificar una amenaza de intervención militar en el proceso político?

Si todo esto es desmoralizador, más lo es aún que la respuesta de la oposición a la amenaza haya reproducido también exactamente los términos en los que la derecha ha acogido durante todo el siglo pasado cada una de las intentonas de golpe militar: con decir que son inevitables se libera a los autores de la responsabilidad de sus actos. No, nada es inevitable: no lo fue la revuelta de 1905, ni las injerencias del 17, ni el golpe de Estado del 23, ni la insurrección del 32, ni el nuevo golpe de Estado del 36, ni la intentona del 81. Todos fueron perfectamente evitables: si sus autores hubieran sido leales a la Constitución -monárquica primero, republicana después, monárquica nuevamente-, no habrían dado golpes de Estado. No mantuvieron su lealtad: eso fue todo.

Y no la mantuvieron porque se creyeron investidos de un poder que no les corresponde y de una autoridad no sometida a ningún orden constitucional, ni monárquico ni republicano. Pero eso fue lo que se clausuró con la Constitución de 1978, la única que ha permitido transformar al Ejército del pretorianismo que impregnó más de siglo y medio de su historia al civilismo propio de las últimas décadas: un bien demasiado preciado para que un general lo tire irresponsablemente por la borda.

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