Comedia sin fuelle
Me aburría tanto durante la representación de Comedia sin título en La Abadía que se me fue la cabeza, como suele pasarme en estos casos, y comencé a pensar en la posible relación entre Lorca y Pirandello. No sé si Lorca vio en Barcelona el montaje de Seis personajes que Vera Vergani presentó en 1930, todo un acontecimiento, o si conocía Esta noche improvisamos, que se publicó y estrenó en Italia ese mismo año. Hay influencias y fulminaciones claramente detectables, con fecha y marca de azufre, como el Orfeo de Cocteau, dirigido por Rivas Cherif en El Caracol, su teatrito de la calle Mayor, en diciembre de 1928, y que sobrevuela, como un ángel negro, la triple zambullida del Teatro bajo la Arena. Es fácil hablar ahora de, por ejemplo, El Público, y darse cuenta de hasta qué punto prefigura a Genet y Artaud, pero cuesta más rastrear las simientes de esa revolución teatral. Aventuro lo de Pirandello (y añadiría otra P, la de Piscator) sin constancia alguna, aunque es sabido que Lorca tenía una antena potentísima, hiperparabólica, y olfateaba como un perdiguero cualquier rastro paralelo, cualquier posible hermano de sangre o compañero de viaje. Tuvo, además, tiempo sobrado para conocer el trabajo de ambos. Según Margarita Xirgu, Lorca terminó el primer acto de Comedia sin título el 10 de julio de 1935, en vísperas del estreno de Doña Rosita. Aquella misma noche, por cierto, le dijo que el segundo acto se desarrollaría en una morgue y el tercero en el cielo. Siempre tan visionario, el puñetero, anticipando su destino (morgue, cielo) y el de su país: en Comedia hay una revolución aplastada por el ejército y en Así que pasen cinco años el estremecedor "gran pozo profundo" que se abriría a un lustro exacto de su punto final. Pero yo quería hablar de sus visiones estrictamente teatrales, que tampoco son mancas. Como Piscator, Lorca buscaba demoler las fronteras escénicas, las convenciones teatrales, la tiranía de las formas y los géneros. Como Pirandello, sufrió el eterno conflicto entre Movimiento y Forma (la forma artística fijando, disecando el movimiento incesante de la vida); la incompatibilidad entre drama y representación (o, para decirlo a la manera de Schopenhauer, claro, entre voluntad y representación). El gran asunto de Comedia sin título es, pues, la irrupción violenta de la realidad en la escena o, en palabras de Luis Miguel Cintra, director del Teatro Da Cornucopia y de este montaje, "la apasionada voluntad del poeta de llevar la vida al escenario". "Hay que excavar", dice Lorca, "un túnel bajo la arena para extraer una fuerza oculta. Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro. No vale silbar desde las ventanas". Es una de las grandes frases-manifiesto de El Público, que Cintra inserta en su espectáculo, con muy buen criterio. Otros añadidos no me seducen tanto, quizás porque me pregunto, siempre malpensado, si los hubiera echado al puchero de no ser tan corta la obra: destellos, aquí y allá, de conferencias y entrevistas del poeta; y una parrafada de Calderón que no sólo resulta redundante sino también anticlimática, y de nuevo dos fragmentos de El Público: el Solo del Pastor Bobo (que Alberto Jiménez interpreta como si le doliera mucho una muela) y la figura del Prestidigitador del último cuadro, que Cintra convierte, desde el principio, en un maestro de ceremonias irónico, polemizante y, para mi gusto, demasiado mariposón, forzando a Ernesto Arias a calzar en el cliché de "García Loca", como rebautizaron al poeta los fascistas de Gracia y Justicia. Hay, pues, añadidos y tonalidades discutibles, pero también carencias. Dice Cintra que "falta en Comedia el reconocimiento trágico del arte como supremo artificio". Don Luis, no quisiera meterle a usted el dedo en el ojo, pero es que lo tiene delante, en el Leñador que lo único que quiere es seguir representando su papel. "Soy la Luna de Shakespeare", dice. "Pero aquí no", contesta el Director. "¡Siempre! ¡Prueba a enterrarme y verás cómo salgo!", proclama el cómico, convencido de su humilde e inmutable verdad poética, del supremo artificio de su arte. Me acuerdo muy bien de ese personaje porque es uno de los últimos que interpretó el gran Alfonso del Real a las órdenes de Lluís Pasqual, en 1989, y con ese recuerdo entramos, disimulando, en el siempre odioso negociado de las Comparaciones Odiosas. Pasqual nos enseñó entonces que sólo hay una manera de montar e interpretar Comedia sin título: como un incendio que avanza. Así lo hacía un febril Imanol Arias en el rol del Autor, mientras que al estupendo Alberto Jiménez le han marcado, para lo propio, una prosodia plomiza y unas maneras jesuíticas, como si nos estuviera cascando un sermón quejoso, de maestrillo regeneracionista, que no despierta la menor complicidad, apenas dos o tres breves inflamaciones. También le deja a uno melancólico asistir al desaprovechamiento de Lucía Quintana, espléndida Pichona en el Cara de Plata de Ramón Simó, y aquí con tan poca tela que cortar en el rol de la Actriz y en un molde tan estereotipado. Prima en el recuerdo la estética, la belleza de la escenografía de Cristina Reis, ese cuarto de juegos con sus cajas mágicas y sus guiños a Magritte, a Dalí y a De Chirico, pero me temo que la alabanza, por muy merecida que sea, juega a la contra en el balance final, como esas películas que nos dejan impávidos y de las que decimos, a la salida, que tienen una fotografía muy lograda. Doblemente peligroso en el caso de Comedia sin título, porque equivale a aplaudir el celofán que envuelve un cartucho de dinamita. Hablando de dinamita, esa misma semana me estalló, justo lo contrario, un caramelo en la boca, como aquellos gloriosos PetaZeta que hicieron la fortuna de Asensio. O como las taimadas suçettes de Gainsbourg. Fue una semana con cinco Pes: tras el recuerdo desvanecido de Pirandello y Piscator, regresó, vivísimo, Pier Paolo Pasolini en el nuevo y soberbio espectáculo, PPP, de Xavier Albertí en el Lliure. Se lo cuento la semana próxima.
Sobre Comedia sin título, dirigida por Luis Miguel Cintra, en el Teatro de la Abadía, en Madrid
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