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Columna
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Ecologistas

Tengo un amigo inglés que, como muchos de sus compatriotas, ha venido a instalarse entre nosotros huyendo de las frías nieblas de su país. Este amigo inglés, que se considera a sí mismo ecologista, ha comprado una casa de campo en las tierras del interior de Alicante. Instalado en ella, su primera decisión ha sido darse de baja en la compañía eléctrica. "No debemos malgastar los recursos de la naturaleza", me ha respondido al preguntarle los motivos de su decisión. "Yo me considero ecologista y creo que uno debe vivir de acuerdo con sus ideas". Al faltarle la electricidad, mi amigo inglés carece de lavadora, nevera, radio, televisión o cualquier otro de los electrodomésticos que nosotros consideramos indispensables para la vida cotidiana. Por supuesto, carece también de automóvil, pues jamás se permitiría contaminar la atmósfera. Esto, como es natural, le crea algunas incomodidades que, sin embargo, a él no parecen importarle en absoluto. Cada mañana, mi amigo inglés coge su bicicleta y pedalea sus buenos kilómetros hasta el pueblo más próximo, donde compra las provisiones que habrá de necesitar. Después, se toma una cerveza en el bar, charla con algún parroquiano y, de nuevo sobre su bicicleta, regresa tranquilamente a casa.

Si el día de mañana, John Aubrey, que así se llama mi amigo, solicitara mi firma al pie de un escrito para oponerse a la instalación de unos generadores eólicos, firmaría sin vacilar. Y hasta es probable que, si me lo pidiera, le acompañase a cuantas manifestaciones fuera necesario. En cambio, hasta hoy, no he suscrito ninguno de los diferentes documentos que nuestros ecologistas me han presentado en contra al plan eólico de la Generalitat. No lo he hecho porque esté de acuerdo con dicho plan, sino por falta de fe en los demandantes. Si uno firma un documento para oponerse a algo, no solamente tiene que estar en contra de ello sino, en cierta manera, de acuerdo con el proponente de la firma.

Si he decidido tener compañeros de viaje, me gustaría saber con quién monto en el autobús. Y aquí es cuando suelen aparecer los problemas. Cada vez que, por cualquier circunstancia, he conocido de cerca a alguno de estos ecologistas, he podido advertir en su conducta rasgos de una profunda contradicción. Por lo general, me he encontrado con que estas personas viven en unas casas realmente confortables, donde no falta la calefacción, ni el aire acondicionado, ni los electrodomésticos de todo tipo. Por no hablar de quienes conducen un soberbio automóvil todo terreno en sus excursiones por el campo.

La confusión que yo detecto en nuestros ecologistas es que se oponen a las energías contaminantes, pero no están dispuestos a prescindir de las ventajas que éstas les ofrecen. Rechazan las centrales nucleares porque, aseguran, son altamente peligrosas, en lo que no les falta razón. No quieren las presas que alteran el curso de los ríos, impidiendo que desoven los salmones. Les molestan los parques eólicos que alteran el paisaje, o las centrales solares, que precisan grandes extensiones de terreno. Sin embargo, adoran la energía con la que podemos desplazarnos, fabricar cachivaches, conservar los alimentos o lavar la ropa sin esfuerzo. El día que nuestros ecologistas hagan como mi amigo John Aubrey y se den de baja en la compañía eléctrica, yo firmaré todo lo que me propongan, y les acompañaré allá donde haga falta.

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