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Alcaldes en primera línea

Joan Subirats

Hablamos mucho de problemas sociales, de precariedad laboral, de estrés y del burn out del profesional, pero convendría detenerse un poco en una tarea cada vez más apremiante, difícil y compleja: la de alcalde. Es cierto que, en la mayoría de los casos, a nadie le obligan a ser alcalde o alcaldesa. Y digo en la mayoría de los casos, ya que no son, ni mucho menos, una excepción los municipios catalanes en los que, por su reducido tamaño, la elección de alcalde acaba convirtiéndose en algo casi obligatorio o rotativo. Pero, a pesar de la voluntariedad, a pesar de los honores y privilegios que puede implicar en ocasiones el ejercer de máximo responsable del gobierno local, lo cierto es que en la gran mayoría de los municipios la labor de alcalde no es fácil ni llevadera. Si se hace, como suponemos, a conciencia, se convierte en una fuente de constantes sinsabores. Es una labor condicionada por la sempiterna penuria de medios económicos y de hecho, como sabemos, con estructuras de administración y apoyo técnico que son casi inexistentes o muy frágiles en la inmensa mayoría de los casi mil municipios que tiene el país.

Probablemente todo ello no es ninguna novedad. Pero conviene darse cuenta de que la agenda de problemas y de tareas que cada día se acumulan sobre los hombros y aguantaderas de esos hombres y mujeres es crecientemente enrevesada y llena de dramas personales y colectivos de cariz muy diverso: gente que llega al pueblo o a la ciudad sin casa, sin trabajo, sin papeles; jóvenes que no han acabado sus estudios, que no encuentran trabajo y que circulan por calles y plazas a horas y con maneras nada convencionales; niño que no encuentran una escuela infantil que los acoja; personas mayores que no pueden valerse por sí mismas; equipos de refrigeración que requieren una inspección antes que surjan problemas de salud; casas que reclaman a gritos y cascotes una reparación urgente; inmobiliarias que parecen dispuestas a duplicar la población del lugar si se modifica tal o cual plan urbanístico; plazas que sirven de lugar de reunión de los que no disponen de otros refugios; mujeres que sufren violencia conyugal; residuos urbanos que no hay donde colocar; personas que reclaman un lugar en el que poder desarrollar sus creencias religiosas; empresas que ofrecen instalarse en el municipio y crear lugares de trabajo si el ayuntamiento solventa tal o cual inconveniente de permisos o de reglamentación... y así hasta el infinito. El responsable último es el alcalde. Y como decía un alcalde bien conocido por su trayectoria y buen hacer, José Angel Cuerda, ex alcalde de Vitoria, "el alcalde es responsable siempre, ya que si no tiene competencias sobre el tema, lo que seguro que tiene son incumbencias".

No me extraña que en Francia se hable ya de los crecientes costes emocionales de ser alcalde ante el aumento constante del sufrimiento psicosocial de la población y sus repercusiones con relación al escalón político-administrativo al que primero acuden y que siempre está cerca. Y tampoco es extraño que el tema haya sido objeto de estudio por parte de especialistas que han recogido muchísimos testimonios e incluso analizado crisis emocionales diversas al respecto. El alcalde acaba siendo el recogepelotas final de un conjunto de temas y de problemas que por su complejidad, por su transversalidad, por su falta de adecuación a un específico servicio o negociado, requieren una atención integral. En muchos municipios, donde los concejales son escasos y con dedicación parcial, donde los técnicos son contados, con pocos recursos y sobrepasados por los acontecimientos, los alcaldes se convierten en la transversalidad y la integralidad con patas. Son ellos lo que muchas veces han de llamar a éste o aquél para desencallar un escollo, reclamar un servicio a una administración superior, aprovechar un pasillo en el Parlament o en una reunión de otro tema para desatascar un asunto que por los canales previstos se eternizaría o llegaría demasiado tarde. Y si ello es más o menos fácil para los alcaldes de las grandes ciudades, a los que les toca representar a los pequeños municipios la cosa se les complica enormemente. Esa constante labor de gestión de incidencias, de agente multinivel, se puede hacer mejor o peor. Pero lo que es seguro es que resulta cada día más relevante para el ejercicio de los derechos de ciudadanía y la poca o mucha calidad de vida de una población. Una población alejada de los vericuetos de poder y perdida en muchos casos ante la indiferencia de unos servicios autonómicos o estatales que pueden no sentir al mismo nivel esa presión directa y constante de la calle.

Hace unos días el consejero de Gobernación de la Generalitat reclamaba una regulación que atribuyera una retribución digna al ejercicio de la labor de alcalde y de concejal en municipios de menos de 20.000 habitantes, y sugería que la Generalitat asumiera los costes de las retribuciones de los cargos electos de los municipios de menos de 2.000 habitantes. No quisiera centrarme en este aspecto, aunque la propuesta no es, evidentemente, ninguna tontería. Lo que me preocupa es la necesidad más global de que los ayuntamientos cuenten con capacidad suficiente para hacer frente a necesidades y demandas que son cada vez más complejas, transversales y personalizadas. Y ello requiere arropar, reconocer, ayudar y respetar la labor irreemplazable de los gobiernos locales. Con más recursos, con más ayuda, con más capacidad de servicio de las demás esferas de gobierno a ese primer y vital nivel de administración. El tan traído y llevado factor de proximidad no puede ser sólo un argumento para trasladar responsabilidades y problemas a los municipios y territorios. No se trata de buscar y forjar héroes de la proximidad, sino de ir avanzando en una forma de trabajar política y administrativamente de manera distinta a como se viene haciendo. Lo que esperamos que llegue a ser el nuevo Estatuto da algunos pasos al respecto, Habla de gobiernos locales y no sólo de administraciones, reconoce más competencias y prevé nuevos recursos para ellas, recoge e institucionaliza una representación de alcaldes en el llamado Consejo de Gobiernos Locales, que deberá ser escuchado y tenido en cuenta en el funcionamiento de la Generalitat. No es un mal paso. Pero, para que todo ello cuaje, necesitamos más cosas, cosas más sutiles y complicadas que modificar las leyes. Reconocer que la vida se nos está volviendo tremendamente complicada y que contar con un buen alcalde o alcaldesa no lo resuelve todo, pero ayuda mucho.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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