La sonrisa

Lo peor de todo es la sonrisa. Esa expresión de jolgorio cómplice y de pleno disfrute en su rostro de casi niño. Qué diver, hemos insultado, maltratado, atizado a una mendiga. No me molesto en poner supuestamente porque la estremecedora secuencia del vídeo es irrebatible: uno de los chicos mayores, no sé si Oriol Plana o Ricard Pinilla, golpea a su víctima con un cono de circulación. Mientras lo hace, sonríe. En la imagen siguiente, su sonrisa ha aumentado. Ilumina de felicidad su cara de chico bien. Qué ratito tan guay estamos pasando. Después se ve entrar al menor, Juan José (no nos olvidemos de él, aunque tenga 16 años), con la garrafa de líquido inflamable. A partir de ahí, las llamas y el horror.
Hay atrocidades que parecen no cabernos en la cabeza por lo desorbitadas, por lo incomprensibles. Como el brutal asalto a esta mujer. Sin embargo, basta con fijarse un poco para encontrar cierto caldo de cultivo. Referencias. Alguien del entorno de los agresores declaró, a modo de disculpa, que los chicos no pensaban matarla, que sólo "querían darle un escarmiento". No dijo "darle un susto", por ejemplo, sino "un escarmiento". Una frase tremenda. ¿Es que había que escarmentar a la víctima? ¿Se merecía esa pobre mujer un escarmiento? ¿Por ser indigente, por carecer de domicilio, por sufrir, por mostrarnos todos los días su sufrimiento, por ser débil, muchísimo más débil que nosotros y convertirse por lo tanto en una víctima perfecta, igual que un desgraciado perro callejero al que los sádicos torturan impunemente?
Hay algo aún peor. Cuando ese tipo habló de escarmentar, lo hizo con el convencimiento de que los demás le entenderíamos. Y sí, lo más triste es que le entendemos. Porque los indigentes nos irritan. Su infelicidad y su miseria ensucian nuestra tersa, egocéntrica burbuja de ciudadanos ricos, haciéndonos sentir desagradables emociones: responsabilidad, vergüenza, incluso compasión. Para evitar todo esto deshumanizamos al mendigo y le transmutamos en un objeto. En un bulto, en una cosa sin voz y sin derechos que luego los gamberros pueden pisotear con una sonrisa, como quien se divierte quemando papeleras en las horas muertas de una noche aburrida.
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