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Columna
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¿Odian los españoles a los catalanes?

"Si usted me pregunta si los catalanes odian a España, le diré que no; si me pregunta si aman a España, le diré que tampoco". Así resumía Antoni Rovira i Virgili, uno de los principales ideólogos del catalanismo político en el primer tercio del siglo XX, lo que consideraba el "sentir general de los catalanes" sobre España. Eso ocurría en 1916. Ahora, los nacionalistas catalanes más bien se plantean el asunto desde el otro lado: si los españoles les odian a ellos. La campaña de boicot al cava y otros productos catalanes ha servido para alimentar esa discusión. El consejero de Comercio de la Generalitat, Josep Huguet, llegó a comparar el boicot con la persecución nazi contra los judíos; y cuando lo quiso matizar invocó una "fobia anticatalana" que "viene de lejos". Sin llegar a tanto, otros muchos políticos y publicistas catalanes han hablado estas últimas semanas de la utilización interesada, en la polémica sobre el Estatuto, de los peores prejuicios y tópicos anticatalanes.

Que existen esos prejuicios y lugares comunes es innegable, y desde tiempos remotos, como mostró en su día Emilio Temprano en La selva de los tópicos (Mondadori, 1988). La España de las autonomías ha despertado pasiones que enfrentan a las regiones entre sí, lo que ha resucitado algunos de los estereotipos forjados sobre ellas a partir del Renacimiento. Los relativos a los catalanes les presentan como belicosos, valientes, orgullosos, pero también como amigos del lucro y avaros. Desde l'avara povertá di Catalogna de que habla Dante a los brutales juicios de Quevedo, el tópico del carácter avaricioso de los catalanes -que comparten con escoceses y judíos-tiene hondas raíces, si bien a partir de la industrialización tomó una forma más amable en el modismo que proclama que "de las piedras sacan panes".

¿Qué queda de todo eso? Bastante, según varias encuestas del CIS. Un estudio sobre "estereotipos en la España de las autonomías" publicado en 1996 concluye que los catalanes son admirados como los más trabajadores, emprendedores e inteligentes, pero rechazados a la vez como los más antipáticos, agarrados y egoístas. Y en el balance final son, con diferencia, quienes despiertan menos simpatía en las demás comunidades. Los mejor valorados son los andaluces, seguidos por asturianos, canarios y castellanos. El penúltimo lugar lo ocupan los vascos, aunque con una valoración bastante menos desfavorable que la de los catalanes. El profesor Miguel Siguán ha recordado recientemente (La Vanguardia, 8-12-05) que en un estudio que él mismo y otros "aficionados a la psicología" realizaron hace 30 años los andaluces ya eran los que mejor caían, y los que peor, los catalanes y valencianos. Pero los vascos figuraban todavía entre los más apreciados, pese a que ya habían empezado los atentados de ETA. Siguán atribuye esa visión benevolente a que los vascos son percibidos por los demás españoles como la versión exagerada de la imagen que tienen de sí mismos. Jordi Pujol lo expresaba diciendo que para muchos españoles de los años 50 su imagen de España era una combinación de "folclore andaluz y [el futbolista del Athletic de Bilbao] Zarra". (La Vanguardia. 28-8-94).

Uno de los sarcasmos favoritos de Mario Onaindía era decir que el único de sus objetivos alcanzado por ETA había sido conseguir por fin que los españoles odiasen a los vascos. Era una exageración, porque todavía tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco la gente salió a la calle gritando "ETA, no; vascos, sí". Pero reflejaba una realidad: que el objetivo de los nacionalistas radicales no es tanto que los suyos odien a los españoles como inculcarles la convicción de que son odiados por ellos. La idea del boicot a los productos catalanes responde a esa mentalidad parvularia que considera a los pueblos y naciones como un todo susceptible de ser culpable de algo y merecedor de castigo colectivo; su efecto político es dar verosimilitud a un rechazo exterior capaz de alimentar un victimismo que ha perdido cualquier fundamento objetivo. El esfuerzo de algunos políticos nacionalistas por resultar antipáticos allende el Ebro encuentra así su recompensa.

Es una razón adicional para acabar de una vez por todas con los prejuicios anticatalanes; y tal vez ello favorezca que los políticos catalanistas abandonen por su parte el persistente mito, puro tópico, del expolio fiscal de Cataluña.

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