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La fiebre del suelo

Antón Costas

La historia económica de los países está llena de fases alocadas en las que las sociedades caen en la tentación de dedicarse compulsivamente a ganar dinero de forma fácil (a maximizar su renta nacional, según la expresión de los economistas), explotando algún recurso natural o sobrevenido. En general, se trata de fases cortas, pero de efectos duraderos y desestructuradores. Para describirlas los historiadores y economistas acostumbran a utilizar el término fiebre.

Cualquier cosa puede ser susceptible de originar uno de esos episodios febriles. Así, se habla de la fiebre del tulipán, que padecieron los Países Bajos en el siglo XVIII, durante la cual se pagaban verdaderas fortunas por un bulbo de esa planta traída de Oriente, especialmente el tulipán negro; de la fiebre de las Indias, que padecieron los españoles en la búsqueda de los tesoros de las Américas; de la fiebre del oro en Estados Unidos en la segunda mitad del XIX (los catalanes también se vieron poseídos por una febre d'or a finales de ese siglo); de la fiebre del oro negro (el petróleo) o, más recientemente, de la fiebre del gas que experimentaron Holanda y Noruega en los años setenta del pasado siglo, y que ahora padece Rusia y comienzan a sufrir algunas ex repúblicas soviéticas, como Kazajistán.

Nosotros estamos pasando una. La podríamos llamar la fiebre del suelo. Aunque tiene relación, no se debe confundir con la fiebre de la vivienda, expresión palpable de la globalización que padecen prácticamente todos los países del globo, basada en la creencia de que los precios de las viviendas seguirán subiendo por los siglos de los siglos. El síntoma más visible de la fiebre del suelo es una actitud compulsiva que consiste en hacer que cualquier trozo de tierra -ya sea costa, interior o montaña, regadío o secano- sea susceptible de ser calificada como suelo urbanizable para poner encima segundas residencias, grandes superficies comerciales, parques temáticos, campos de golf o cualquier otra actividad residencial o recreativa. El suelo es nuestro oro negro, nuestro tulipán. Las edificaciones no crecen hacia arriba, en altura y densidad, sino a lo largo del territorio, en extensión. En Cataluña se ha urbanizado en los últimos años más suelo que en toda la historia anterior. Es una locura. Y todos estamos encantados con ella.

Nadie parece estar a salvo. El Gobierno nacional ha encontrado en la explotación de este recurso el modo fácil de maximizar la renta nacional; y está entusiasmado en enseñar que España va bien y crece más que los otros países europeos. Los gobiernos autónomos, que son los que ahora tienen las competencias de ordenación del territorio, están desenfrenados elaborando leyes permisivas para la conversión de todo su territorio en suelo urbanizable. Los ayuntamientos ven en las plusvalías del suelo la fuente de ingresos que no pueden recaudar con otros impuestos más razonables, y el deseo oculto de todo alcalde es que desaparezcan de su municipio las industrias, las fábricas y las huertas y poder recalificar ese suelo.

Por su parte, abogados, notarios, arquitectos, urbanistas, agentes de la propiedad y corredores de fincas también se ven beneficiados. Los propietarios de suelo, más que contentos. Los promotores y constructores y especuladores no digamos. Los propietarios de viviendas en alquiler o venta, esperando que los jóvenes les transfieran rentas. Los bancos y cajas, ilusionados con el cobro de intereses de hipotecas a 30 años. Los ecologistas, tolerantes y concentrados en oponerse a la industria y a las infraestructuras. La población donde nunca ha habido industria o agricultura, o donde han desaparecido, contentos con la llegada de jubilados y turistas del norte.

Lo que me resulta difícil comprender son las motivaciones que pueden haber llevado a un conjunto de pequeños agricultores y propietarios valencianos a denunciar a su Gobierno delante de las autoridades europeas. Quizá sean unos románticos trasnochados que desean vivir del trabajo agrícola o industrial en vez de las rentas del suelo. Pero, en todo caso, es todo un síntoma el que hayan tenido que recurrir a las autoridades europeas. Nos están diciendo que las españolas han sido capturadas por esa fiebre. De hecho, debemos ser el único país desarrollado en el que un alcalde, concejal o consejero de ordenación territorial puede ser a la vez promotor inmobiliario de su localidad o comunidad. El zorro al cuidado de las gallinas.

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¿Cuáles pueden ser las consecuencias? ¿De qué viviremos cuando se agote el suelo? Para responder a estas preguntas podemos recurrir al diagnóstico de la bien conocida "enfermedad holandesa". Holanda experimentó en los años setenta los efectos de una riqueza casi inmediata derivada del descubrimiento de abundantes recursos naturales de gas. El Gobierno y la sociedad se dejaron llevar por la fácil tentación de incrementar la renta nacional basada en la explotación de ese recurso. La inversión en el conjunto de la economía se trasladó del sector de los bienes comercializables (sobre todo manufacturas) al sector de bienes no comercializables (principalmente bienes de consumo y servicios). En muchos casos, las industrias locales empezaron a cerrar o a reubicarse en el exterior. Los salarios, el gasto público y la inflación se dispararon. La moneda se apreció. Sobrevino una pérdida de competitividad y de fuerte desequilibrio exterior.

Por suerte, los holandeses supieron ver a tiempo que no se puede pretender vivir sin trabajar duro, y que el riesgo era que cuando comenzaran a desaparecer los recursos naturales existiesen muy pocas industrias competitivas y demasiados cafés vacíos. Reaccionaron a tiempo, y lograron en los años noventa poner en marcha una nueva vía holandesa hacia el crecimiento y el bienestar basada en las mejoras de competitividad de la economía.

Por tanto, el diagnóstico y la solución a la enfermedad española, basada en la fiebre del suelo, parecen claros. El peligro es que no lleguemos a tiempo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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