En interés de España
UN FRACASO del Estatuto catalán sería hoy un problema tanto o más grande para España que para Cataluña. Si la racionalidad existe en política, es de interés general que el Parlamento español y el Parlamento catalán lleguen a un acuerdo sobre el Estatuto. De la interrelación entre las estrategias y las tácticas políticas y una realidad que siempre es cambiante surgen a menudo situaciones que no estaban previstas o que ni siquiera eran deseadas. La coincidencia entre la apuesta del tripartito catalán por la reforma estatutaria y la inesperada victoria de Zapatero puso en marcha un proceso que ha entrado en su fase decisiva. Se puede considerar que era innecesario, se puede pensar que fue una apuesta frívola y de alto riesgo, o todo lo contrario, pero, independientemente del juicio que se haga sobre todo el proceso seguido hasta aquí, la devolución del Estatuto a Cataluña provocaría una crisis de considerable envergadura y de imprevisibles consecuencias a medio plazo.
En términos electorales, probablemente el Partido Socialista llevaría la peor parte. El proyecto de España plural de Zapatero tendría su primera gran brecha de agua antes incluso de que conociéramos las líneas maestras del diseño del barco. El PP tendría vía libre porque, en el fondo, vería acreditado su discurso sobre la frivolidad e irresponsabilidad de un presidente incapaz de controlar un proceso de cambio del marco institucional. Se abriría una profunda fractura entre socialistas españoles y socialistas catalanes. Y Pasqual Maragall se habría ganado a pulso la condición de chivo expiatorio, como culpable del paso efímero por el poder de los socialistas tanto en España como en Cataluña. Pero, siendo esto importante, la crisis sería más grave y profunda en la relación entre Cataluña y España. El doble juego de la frustración y el recelo se pondría a toda marcha. España habría perdido en el último momento, cuando los papeles ya estaban sobre la mesa y a falta de un pequeño plus de voluntad de entendimiento, la oportunidad de ganar un largo periodo de calma en las tensiones territoriales.
No se trata de engañar a nadie: estos problemas que tienen que ver con patrias, con símbolos, con banderas, con sentimientos, y, sobre todo, con reparto de poder, no se acaban de cerrar nunca porque cada uno busca permanentemente al otro para afirmar su diferencia, que es el modo en que se alimentan determinadas identidades. Los nacionalistas de ambos bandos se encargarán de mantener el conflicto siempre vivo. Es su razón de ser. Pero un nuevo Estatuto abriría un paréntesis largo de normalidad. No se aprueba una norma de este tipo para ponerla en cuestión a los tres años. Además daría una base de tranquilidad al Gobierno para poder afrontar el tema vasco.
El fracaso tendría dimensiones de fractura. Y más con un PP como el actual regresando al poder. Una próxima legislatura de retroalimentación de las bajas pasiones entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán no auguraría nada nuevo. De modo que un pacto es necesario por el interés común. Aunque esto signifique que los catalanes debemos entender que hay cosas que no tienen pase. Especialmente una: la exigencia de bilateralidad en la relación con España. La necesidad de dejar constancia de que Cataluña es una nación de primera y las demás autonomías de segunda. Una actitud prepotente y antipática que acostumbra a ser expresión de baja autoestima.
El PSOE tiene prisa: porque siente el desgaste del debate estatutario y porque teme lo que podría dar de sí una comisión constitucional presidida por Alfonso Guerra de no haber cerrado un acuerdo básico previamente. Y, en cambio, CiU está más interesada en que el espectáculo continúe, porque cuanto más difícil parezca el acuerdo más grande será la medalla que Mas podrá colocarse como autor del milagro. Pero ninguno de los actores puede dejar pasar la ocasión. El tripartito porque se lo juega todo, en la medida en que ésta ha sido su carta principal. Zapatero, porque está ante la prueba del nueve de su estilo de gobierno y, por tanto, ante la oportunidad de demostrar que él es capaz de resolver negociando y sin aspavientos lo que otros sólo saben afrontar a gritos. Y CiU porque, acostumbrada a gobernar, no sabe vivir sin poder. Y aunque el fracaso del Estatuto probablemente le acabaría de poner al alcance de la mano el Gobierno catalán, el retorno del PP le dejaría sin opciones de tocar poder en Madrid. Pero más allá de estas razones de partido, está la razón de fondo: ¿quién saldría beneficiado de un recrudecimiento del mal rollo entre España y Cataluña?
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