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Columna
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Suicidio político

En las elecciones generales y autonómicas andaluzas de 2004 los ciudadanos tuvimos que optar entre dos programas políticos muy claramente diferenciados y diferenciados no sólo en lo que a política económica, educativa, cultural o medioambiental se refiere, sino diferenciados en lo relativo a la conveniencia o no de reformar el bloque de constitucionalidad, esto es, el binomio integrado por la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Frente a la posición del PP, que se oponía frontalmente a cualquier tipo de reforma, el programa con el que el PSOE concurrió a las elecciones tanto en España como en Andalucía daba un lugar preferente a la reforma de la Constitución y del Estatuto.

El consenso de la reforma tiene que hacerse sin vulnerar el principio de legitimidad democrática

Quiere decirse, pues, que cuando los ciudadanos votamos en 2004, sabíamos lo que estábamos votando. A lo que estamos asistiendo es al intento por parte del Gobierno de España y por parte del Gobierno de la Junta de Andalucía de hacer realidad lo que se propuso en el programa electoral.

Hubiera sido preferible que la reforma hubiera empezado por la Constitución y hubiera continuado por los estatutos de autonomía, pero la cerrazón de José María Aznar tras su mayoría absoluta en las elecciones generales de 2000, condujo a que el proceso de reformas se iniciara en la parte final de la segunda legislatura de gobierno del PP mediante propuestas de reformas estatutarias, marcándose de esta manera el calendario de las reformas de manera inversa a lo que sería deseable.

Y en esas estamos. 2005 ha sido el año en el que se han propuesto las reformas estatutarias y 2006 va a ser el año en que se va a tomar la decisión sobre las reformas propuestas. El procedimiento está fijado en parte en la Constitución y en parte en los estatutos de autonomía y es un procedimiento que se está siguiendo escrupulosamente. Nadie puede objetar de manera razonada que no se está respetando la legalidad, en este caso la constitucionalidad, en la operación de reforma.

Lo que ocurre es que esa operación tiene que hacerse con una composición parlamentaria que es la que los ciudadanos han decidido mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Concretamente en lo que Andalucía se refiere, la reforma tiene que ser decidida por un Parlamento en el que el PP perdió 10 escaños en las elecciones de 2004, los mismos que ganó el PSOE. En el acto de la votación en el que los ciudadanos andaluces sabían que estaban eligiendo un Parlamento que iba a tener que decidir la reforma del Estatuto, decidieron darle al PSOE una mayoría más que absoluta y decidieron debilitar el PP, dejándolo sin minoría de bloqueo en el proceso de reforma. Esta fue la voluntad del cuerpo electoral y con base en ella hay que sacar adelante la operación de reforma.

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Estoy de acuerdo con las declaraciones que hizo ayer Javier Arenas en el sentido de que aprobar la reforma sin consenso sería "una barbaridad". Pero el consenso tiene que hacerse sin vulnerar el principio de legitimidad democrática, sino de acuerdo con él. Lo que quiere decir que el PP no puede pretender tener la condición de árbitro de la reforma estatutaria en Andalucía. Y no lo puede pretender porque los ciudadanos andaluces no hemos querido que la tenga. El PP tiene el peso que tiene y tiene que participar en el proceso de reforma con el peso que tiene y no con el que le gustaría tener, pero no tiene.

La pretensión de Javier Arenas de que la legitimidad de la reforma del Estatuto andaluz dependa de que el PP lo vote carece de justificación democrática. Si los ciudadanos andaluces hubieran querido que así fuera, así lo habrían decidido con su voto. La dirección del PP debería preguntarse por qué no ha sido así y qué es lo que ha tenido que hacer tan mal para que los ciudadanos andaluces lo castigaran en las urnas con la severidad con que lo hicieron en 2004, sabiendo todo lo que estaba en juego en la legislatura que entonces se abría.

A la dirección del PP no le queda más salida que hacer de necesidad virtud y participar lealmente en la construcción del consenso reformador. Si no lo hace, peor para él. La reforma se va a hacer de todas maneras y el riesgo que corre con su autoexclusión del consenso no es solamente el de subrayar por enésima vez su soledad, sino el de poner de manifiesto ante la opinión pública su irrelevancia en el subsistema político andaluz.

El PP no puede optar entre participar o no participar en el consenso. La no participación es un espejismo. En primer lugar, porque supone fácticamente la no aceptación del resultado electoral y eso es algo que ningún partido que pretenda tener credibilidad como partido democrático se lo puede permitir. Y en segundo lugar, porque una vez aprobada la reforma estatutaria y publicado el Estatuto como ley orgánica, el PP tiene que perder cualquier esperanza de poder modificarlo en el futuro, ya que es prácticamente imposible que consiga la mayoría de tres quintos que necesitaría para poder hacerlo.

El centro derecha no puede permitirse el lujo de volver a decirle a los ciudadanos en 2006, cuando se tenga que ratificar en referéndum el texto de reforma pactado entre la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y la delegación del Parlamento de Andalucía, lo que le dijo en 1980, "andaluz, éste no es tu referéndum", ni tampoco puede permitirse el tener que hacer política de manera indefinida bajo una norma estatutaria que no ha votado. Eso es, sencillamente, un suicidio político.

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