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Columna
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Llámalo X

Suelo pasar por ahí todos los días y desde hace más de una semana los rótulos de la entrada se encuentran mancillados por unas violentas explosiones de color rojigualda. Es una composición que podríamos encuadrar dentro del expresionismo abstracto, donde la bandera española se deja ver de modo inequívoco, con ánimo acusador, con tono de denuncia, indicando que la pintarrajeada institución es colaboracionista y trabaja para el enemigo. Claro que, por si quedaba alguna duda semiótica, los autores de la obra acompañan los brochazos rojigualdas con la leyenda "española", dirigida a la entidad. Es decir, la institución en cuestión es española, española hasta las cachas. Realmente impresiona su inquebrantable adhesión a la causa nacional, en lo que tiene de traición a la sempiterna Euskal Herria. Pero ocurre además que el organismo en cuestión (llámalo X) tiene muy mala fama más allá de las fronteras del paisito.

¿Puede la misma realidad suscitar interpretaciones tan radicalmente encontradas?

En efecto, por aquellas lejanas tierras se le considera una incubadora de filoetarras y proetarras, y acaso su fama resulte merecida, habida cuenta de la hueste de jueces, fiscales, policías, inquisidores, delatores y denunciantes de la más variada condición que investigan sus desmanes, con la colaboración de una prensa (más que rojigualda, directamente gualda) que da cuenta de ellos puntualmente. Lo curioso es que esa reputación de proetarra que carga la entidad no se compadece con la opinión que de la misma tienen los interesados (léase: los verdaderos etarras, y con ellos los filoetarras, y los proetarras, y los protoetarras...), los cuales se dedican sin descanso a denigrarla, y no por su tibieza a la hora de abrazar la causa abertzale, sino por encontrarse prácticamente en contra de la misma. De ahí el baldón de ser tan española y de merecer tanto brochazo rojigualda.

Hay algo de esquizofrenia cuando una parte significativa de la sociedad conceptúa a un ente (llámalo X) como eficaz instrumento del entramado terrorista, mientras que otra parte no menos significativa le imputa su fervoroso colaboracionismo con el Estado español. ¿En qué quedamos? ¿Es posible que la misma realidad suscite interpretaciones tan radicalmente encontradas? ¿O es que el paisito está lleno de topos incapaces de ver más allá de sus narices?

Lo curioso es que ni unos ni otros sientan vergüenza intelectual (delicado matiz del alma para el que no todos los bípedos se encuentran dotados), y ni siquiera tengan el sentido del ridículo necesario para ver en el otro el reflejo invertido de su propia deformidad política. Las brigadillas subversivas que decoran la entrada de una institución, llamada X, con los colores rojigualdas y que incluso le dedican la vigorosa imputación de ser tan española, se comportan del mismo modo en que lo harían unos falangistas llenos de correajes.

No he dado el nombre del organismo donde suceden estas cosas. Llámalo X, porque son muchas, a la postre, las entidades o personas que antes o después han padecido estas torturas conceptuales. Y en cuanto a los autores de las pintadas, serán previsiblemente abertzales, pero no deja de tener su gracia que unos matones falangistas, de esos que ahora se desgañitan a las puertas del juzgado donde se desarrolla el caso 18/98, habrían lanzado los mismos botes de pintura y habrían escupido los mismos adjetivos. Desde el punto de vista de la libertad, ¿realmente importa que sean unos u otros? Realmente no. Podrían llamarse del mismo modo. Llámalos X.

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