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Columna
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Morir dos veces

En 1970 visité la antigua cárcel de Carmona. Un grupo de atrevidos indagadores sorprendimos una noche a un aburrido carcelero que, a falta de clientes, dormitaba sus tristes memorias pegado a un brasero de cisco. Entre aquellas, la del socialista Julián Besteiro, el último presidente de Las Cortes de la República, que allí contrajo su postrera enfermedad, a la que fue abandonado por los fascistas. (Lo mismo que hicieron con Miguel Hernández). Recuerdo perfectamente el lugar. Un semisótano húmedo, con grandes poyetes de mampostería, como de un metro de alto, sobre los que se echaba un jergón por cada preso. La mayoría de los compañeros de Besteiro fueron curas vascos secesionistas (¡). Todavía, en 1970, se mezclaban restos de olores nauseabundos, que aquel vigilante seguro que ya no percibía, en medio de sus explicaciones. Pero que en nosotros dejaron una huella imborrable.

En 1976 volví a aquel sitio en compañía del fotógrafo Pablo Juliá, para una crónica sobre los últimos días de Besteiro. Ya sólo encontramos el solar. La cárcel había sido derruida y en su lugar preludiaban una placita y unas construcciones modernas. El jaramago hacía la transición al olvido, la otra muerte de las víctimas. Felipe González se sintió muy apenado cuando se enteró: "Lo vengo advirtiendo hace años. Cuidado con la cárcel de Carmona".

Hoy estamos en pleno litigio por la suerte final de Ranilla, la vieja prisión sevillana, donde se hacinaron los presos de la interminable dictadura, además de los presos sociales. (¿Había entonces verdadera diferencia entre unos y otros?). Allí penaron su antifranquismo militante varios miles, ya fueran anarquistas, socialistas o comunistas. Una nómina interminable que va de Arthur Koestler hasta Fernando Soto, de Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo, Agapito García, Angel Casal ("El rey de los bolsos"), hasta Eduardo Saborido. Allí fueron fusilados, en el año 1949, los comunistas Luis Campos Osaba, José Mallo Fernández y Manuel López Castro.

Pero Ranilla parece sentenciada también, presionada por los nuevos tiempos urbanos. Hay quienes creen que una piadosa inscripción en el lugar de los hechos es suficiente para conjurar el olvido. Cuidado. El olvido acecha implacable para borrar la memoria social del sufrimiento. Pero sobre todo acechan los manipuladores futuros del pasado. Esos presuntos historiadores que ya, ahora, se alinean en la infame tendencia del revisionismo. Por algo en las feroces batallas de la Historia ha sido siempre de rigor "que no quede piedra sobre piedra". Lo que hizo Roma con Cartago. Y es que las piedras son los únicos testigos inequívocos. No sé si será mucho pedir que permanezca en pie la Tercera Galería de Ranilla, la de los "presos políticos". Pero una parte al menos debería quedar, y que no se borren los graffitis, las huellas para el olfato, la elocuente humedad de las lágrimas. Sólo así nuestros nietos comprenderán de verdad lo que aquí pasó. Sólo así impediremos que las víctimas mueran por segunda vez.

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