Materia prima
La Ley del Suelo de Andalucía, que entró en vigor ayer, llega tarde aunque la dicha sea buena. La posibilidad de retirar las competencias urbanísticas a los ayuntamientos que incumplan la ley de manera reiterada debía haberse articulado antes. Así lo defendía este domingo en EL PAÍS Javier Pérez Royo, afirmando que estas medidas deben instrumentarse con el fin de no tener que hacer uso de ellas. Su efecto debe ser disuasorio. La realidad en la que llega, sin embargo, es bien distinta: buena parte del litoral andaluz se ha destrozado y hay provincias donde está ya urbanizado el 50% de los terrenos ubicados a pie de playa. En Marbella se alcanza el 80%, por actuaciones que han infringido la legalidad de manera flagrante. El Ayuntamiento marbellí es el primero en la lista de candidatos a no tener competencias. Esencialmente por las reiteradas incompetencias de sus gobernantes. Lo extraño es que este paso no se diera antes. Y lo frustrante es que haya gente que todavía lo ponga en duda.
La nueva normativa no les gusta a los alcaldes, porque invade sus competencias. Si únicamente sirviera para poner coto a lo que durante muchos años ha significado el modelo del GIL en Marbella, ya merecería la pena. Pero hay más: lo peor del GIL fue la herencia que dejó. Una ideología y unos modos que terminaron imponiéndose en otros muchos municipios y que ha servido para mejorar el patrimonio privado de algunos desde la transformación y el mal uso del patrimonio público de todos. Mucho pan para hoy. Pero sobre todo, también, mucha hambre para mañana.
Es imposible poner un reparo global a la Ley del Suelo, más allá de la tardanza en su promulgación. Nadie con sentido común puede censurar la necesidad de revisar la actual fórmula de desarrollo. Lo único discutible es la fórmula. De momento está por ver los resultados de las medidas que plantea ahora la Junta. Lo que tenemos más que visto es el resultado del modelo vigente: alcaldes que han dado licencias contra la ley y constructores que se han forrado vendiendo pisos donde no se podía edificar. Convenios urbanísticos cobrados antes de ser autorizados y largos contenciosos judiciales cuyas resoluciones llegaron con los pisos ya habitados. Y, cómo obviarlo, un alcalde en prisión pillado con más de 700.000 euros debajo de su cama.
La construcción es el motor de la economía. Este año se cierra con 800.000 pisos visados en todo el país. Tantas viviendas como las construidas en Francia, Alemania y el Reino Unido juntos. Eso no ha impedido que adquirir una vivienda sea una quimera para la mitad de los españoles. Esta ley incide sobre un hecho esencial: el suelo se ha convertido en el producto. Se recalifica, se vende y se especula con él. Los negocios se hacen con los terrenos, que tienen más valor añadido que la vivienda, que es en realidad el producto final. Por eso, los ayuntamientos contribuyen al alza del precio cuando venden su patrimonio. Como lo han hecho también el Ministerio de Defensa, RENFE y otras muchas instituciones públicas. Ojala que la ley ayude a devolver a la vivienda su carácter de derecho constitucional para el ciudadano y otorgue al suelo lo que es del suelo: su mera condición de materia prima.
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