Estatutos plurinacionales
Afirma el autor que ni los derechos históricos, ni la remisión genérica a la historia, pueden servir de fundamento para limitar los derechos de las personas
En la propuesta de Estatuto aprobada por su Parlamento, Cataluña afirma su condición y voluntad de ser nación, una nación que, salvada la excepción aranesa, se concibe desde una perspectiva de unidad cultural y nacional. Según los redactores del texto, aunque la nación catalana ha acogido distintas aportaciones culturales a lo largo de su historia, lo que realmente la caracteriza es que "ha definido una lengua y una cultura" que determinan su identidad colectiva.
De ahí que, en el proyecto, el catalán se convierta en la lengua "común de toda la ciudadanía con independencia de su lengua de origen y de uso habitual". Siguiendo la misma línea de afirmación nacional, la propuesta pretende igualmente institucionalizar la distinción entre Estado y nación, contraponiendo la condición de nación de Cataluña al carácter plurinacional de una España convertida únicamente en Estado.
Así, la 'Comunidad Nacional de Cataluña' podría ser el nombre oficial de esta autonomía
La base principal de la democracia moderna no es la nación cultural sino la ciudadanía
Este planteamiento nacional presenta algunas contradicciones que no deben ser pasadas por alto. En primer lugar, la distinción política entre la España Estado y la Cataluña nación resulta en gran medida ficticia. Por una parte, en términos políticos generales, el Estado y las distintas entidades subestatales españolas tienen muchos aspectos en común, actuando en todos los casos como comunidades organizadas en torno a unas instituciones a las que se reconoce autoridad política sobre la población.
Lo que caracteriza esencialmente a España es su carácter de Estado compuesto por distintas comunidades políticas subestatales, cada una de las cuales actúa en su territorio y en su ámbito competencial como Estado, complementando la acción general de las instituciones comunes. Aunque el Estado conjunto tiene atribuido la soberanía, detentando en exclusiva la capacidad para entrar en relación con otros Estados, esta diferencia es menos determinante de lo que parece.
En caso de disolución de las instituciones políticas comunes, las distintas entidades subestatales españolas se encontrarían en posición de afirmar una soberanía propia ante la comunidad internacional, sin que a estos efectos supusiera diferencia alguna su previa definición como naciones, nacionalidades o regiones.
Es cierto por otra parte que, en la medida en que la constitución de Cataluña es el resultado de la voluntad de una mayoría política con una identidad cultural y nacional diferenciada, esta comunidad política tiene una inequívoca dimensión nacional. Esta evidencia, sin embargo, no puede hacer olvidar que la base política principal de la democracia moderna no es la nación cultural sino la ciudadanía. Los ciudadanos de Cataluña no son quienes se sienten ante todo identificados con la nacionalidad catalana, sino los españoles con vecindad administrativa en aquel territorio. Y, puesto que el acceso a la ciudadanía no implica renuncia a la identidad personal, ni siquiera es necesario sentirse culturalmente catalán para ser ciudadano de pleno derecho en Cataluña.
Si nos acercáramos desde este punto de vista a la sociedad real -y no a la imaginada-, podríamos comprobar que Cataluña no es menos plurinacional que España ni ésta mucho menos nación -ciudadana e incluso cultural- que Cataluña.
En el debate político, la incompatibilidad entre España y Cataluña, Euskadi o Galicia como referentes de identidad compartida es planteada por aquellos sectores nacionalistas que niegan la posibilidad de niveles distintos de identificación nacional y cultural. Afortunadamente, esta concepción no ha conseguido imponerse socialmente. Por esa razón, el marco jurídico debería tratar de ajustarse, sin pretender simplificarla, a la complejidad de identidades existente entre la población.
La mejor forma de hacerlo es reconocer la dimensión nacional mayoritariamente percibida tanto de España como de comunidades como Euskadi o Cataluña. Sin embargo, sería coherente seguir en ello el ejemplo de los principales Estados compuestos del mundo, que, sin excepción alguna, establecen una distinción tanto conceptual como terminológica en la referencia al todo y a las partes que lo componen.
Teniendo en cuenta que el término "nación" se atribuye, en el derecho internacional, al Estado común, convendría aplicar una expresión diferente a las comunidades subestatales de base nacional, expresión que debería ser funcional tanto para definir su naturaleza política como para nombrarlas directamente. El término comunidad nacional resulta adecuado en este contexto. Así, la Comunidad Nacional de Cataluña podría ser el nombre oficial de la comunidad de Cataluña, una comunidad política subestatal cuya constitución expresa, en lo fundamental aunque no en exclusiva, la voluntad política de la nación catalana.
Un aspecto importante de la concepción ciudadana de la comunidad política es que la identificación con ésta sólo puede exigirse en términos estrictamente ciudadanos a las personas cuya identidad cultural no es la de la nación dominante, lo que implica reconocer los derechos básicos de estas personas. Y es precisamente en este punto en el que aparece un segundo aspecto contradictorio en el planteamiento nacional desarrollado en el proyecto de Estatuto catalán.
La contradicción de referencia se asocia, paradójicamente, a la incapacidad de asumir las implicaciones del principio de plurinacionalidad en la configuración interna de Cataluña. Como se ha señalado, la condición de catalanidad política no implica renunciar a la identidad cultural y nacional de las minorías presentes en el territorio. Esta cuestión afecta de manera especial al tratamiento de la lengua castellana.
El Estatuto de Cataluña apela a los derechos históricos para fundamentar una posición singular de este territorio en lo que se refiere a la lengua, la educación y la cultura. El régimen educativo previsto se orienta, en este contexto, a consolidar la hegemonía del catalán en la vida pública, limitando el papel del castellano a un conocimiento suficiente en tanto que "lengua oficial del Estado". Este planteamiento es inadecuado: aun cuando pueda aceptarse jurídicamente el principio de que el castellano no es una lengua propia -en tanto que originaria- de Cataluña, resulta difícilmente comprensible negar el carácter de lengua propia que este idioma tiene para muchos catalanes, en algunos casos como patrimonio adquirido pero en otros como rasgo esencial de su identidad personal.
Ni los derechos históricos, ni la remisión genérica a la historia, pueden servir de fundamento para limitar los derechos de las personas. No se trata sólo de los derechos culturales y lingüísticos previstos en la Constitución, sino de los contenidos en los tratados y convenios suscritos por España. Resultaría sorprendente que en un Estado que dice asumir la pluralidad no se garantizara a los pueblos constituyentes ni siquiera los mínimos previstos en el Convenio Marco para la Protección de las Minorías Nacionales del Consejo de Europa, un acuerdo que obliga a los Estados a mantener y desarrollar el idioma y el patrimonio cultural de las minorías, asumiendo su derecho a crear centros educativos y a recibir enseñanza en la propia lengua.
Aunque estas cuestiones deben regularse en el marco de su sistema educativo, sin poner en cuestión la normalización en su territorio del idioma propio ni el objetivo más general de igualación de las distintas lenguas españolas en el conjunto del Estado, es imprescindible integrar el derecho de las minorías a una vida cultural autónoma en la regulación del marco jurídico de las nacionalidades históricas.
Podría negarse a las minorías los derechos que les corresponden, rechazando no sólo su carácter de parte constituyente sino incluso de minoría cultural o nacional. Pero difícilmente podrá nadie justificar tal política apelando a las ideas de progreso y plurinacionalidad.
Luis Sanzo es sociólogo.
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