Monarquía
Como le pasa a la mayoría de la gente normal, no soy monárquico ni republicano. Es irrelevante, pero no sabemos qué somos. En cambio, políticos, periodistas, analistas, comentaristas, editorialistas, portavoces de asociaciones, gremios o sindicatos; todos nuestros dirigentes y mandatarios, desde el Gobierno central o autonómico hasta concejales y ujieres; nuestros empresarios, académicos, personajes públicos, casi todos nuestros más preclaros intelectuales: todos son monárquicos. Tremendamente monárquicos. En estas fechas conmemorativas, se están apresurando a demostrarlo acudiendo a la prensa, escrita, hablada o televisada, a expresar su devoción por el Rey y su familia, sin temor a pasar por lo que, al menos a mí, en infinidad de casos, me parecen aduladores y cobistas. Muchos de estos pelotas valoran más sus elogios a los reyes que tenemos, redondeando su glorificación con la conocida frase, absolutamente vacía: "¡y eso que yo soy republicano!".
Por otra parte, a la gente le gusta vivir en una monarquía, presumir de rey y de rey simpático, al que se adjudican extraños y fascinantes méritos, hasta el punto que muchas plumas cultas, serias, importantes y republicanas, no se cansan de insistir en los aspectos humanos, de ciudadano corriente y campechano de Juan Carlos I, como si lo conocieran íntimamente. Tampoco vale mucho el argumento antimonárquico de que se trata de un sistema desfasado, trasnochado y caduco. No hay más que mirar a Europa para encontrar, en países modernos y civilizados, un buen montón de monarquías, más o menos inútiles y caras, pero vigentes, seguramente boyantes y eternas. Aunque para muchísimos súbditos las razones de su éxito no se expliquen sólo por el carácter ornamental y populista de la institución, no dejan de influir en el desinterés de la gente por otras opciones. Tampoco anima mucho la terrorífica actuación de muchos de los actuales líderes mundiales republicanos. Estas líneas, como se puede ver, no son una reflexión sobre la república ni sobre la monarquía, sólo pretenden constatar una realidad muy evidente.
Se comprenden las dificultades que para ser republicano presenta una actualidad tan alejada de unos ideales que quedaron liquidados en el 39 y que nadie ha tratado seriamente de recuperar. No parece existir ningún movimiento ni proyecto en este sentido. Es una cuestión complicada en la que ahora no entro. Se entiende también la indiferencia sobre el tema de esa mayoría a que aludía antes. No se puede ser republicano, no hay manera de ser republicano. Cierto que uno puede decirlo, pero no serlo. Cierto que hay partidos políticos explícitamemte republicanos y no hay partidos explícitamente monárquicos. No hacen falta. Cierto que cualquiera puede mostrar sus preferencias teóricas republicanas en público, pero no puede actuar de ninguna manera. Simplemente por no existir nada sobre qué actuar. Los partidarios de distintos partidos políticos, de diferentes idearios y propuestas, pueden efectuar actos a favor de su tendencia preferida a través de mecanismos establecidos, entre ellos el voto. Pero, incluso votando partidos republicanos, sin proyecto republicano, que son, aparentemente, la mayoría, nadie puede votar republicanismo.
Ni siquiera catalanes votando a ERC, votan república. Al sistema no le preocupa que un partido sea republicano. Le inquieta su carácter independentista, como ocurre con los planes de reformas de estatutos de autonomía, empezando por el de Euskadi y siguiendo por el catalán. Por eso, la aparición de tímidos conatos de federalismo, reformas políticas que signifiquen más democracia, confrontaciones sobre la estructura del Estado, situaciones aparentemente ajenas al tema de la monarquía, pueden tener efectos sobre la misma, en un futuro por más imprevisto y lejano que sea. Todo aquello que pueda suponer, según el pensamiento y la influencia de la derecha española, la más mínima alteración de su idea de la unidad del Estado, representa un riesgo para los pactos y consensos obtenidos (en cierta medida contra sus primeros criterios) durante la transición, que supusieron la instauración de la monarquía parlamentaria, de manera más bien poco democrática. En todo caso, ningún partido, por más republicano que sea, que llega al Gobierno, se atreve, todo lo contrario, a considerarse activista o propagandista de otra república que no sea la del 31, con muchos matices, o la del 1873, con más matices aún. O sea: el pasado. Todo lo que quieren vender para el futuro es que tenemos una estupenda monarquía y que siempre tendremos unos excelentes soberanos.
Doro Balaguer es escritor.
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