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Memoria de la transición

El 11 de julio pasado, coincidí con un destacado político catalán en un acto público. En un aparte, y mientras divagaba de manera atractiva sobre un episodio reciente, dejó escapar esta frase: "En realidad, la transición comenzó mucho antes de la muerte de Franco". No precisó más su pensamiento. ¿Qué quiso decir? Intuyo que se refirió al hecho de que la transición fue posible por la relativa estabilidad y prosperidad económica de los años sesenta, encauzada por la política de los tecnócratas del tardofranquismo. Porque debe reconocérseles a éstos, por lo menos, que no estragaron al país con un debate ideológico garbancero, fruto del más triste mediopelismo hispano. Su coartada antidemocrática giró en torno al "crepúsculo de las ideologías", defendido por Gonzalo Fernández de la Mora. En efecto, sobre la base del plan de estabilización pilotado por Mariano Navarro Rubio en Hacienda y por Alberto Ullastres en Comercio, Laureano López Rodó dirigió los planes de desarrollo que facilitaron la emergencia de una clase media antes inexistente y cierta capitalización del Estado, gracias al turismo, las remesas de los emigrantes y alguna exportación. López Rodó no olvidó detalle: la operación Príncipe cuajó en 1969.

Muchos nos sentimos orgullosos de los políticos que llevaron las riendas de la transición

Una transición era posible. ¿Cuál? Estaba escrito en el viento, pero no podía leerse. Tampoco podía saberse con certeza lo que haría el Príncipe llegado su momento. En cualquier caso, el amplio foso que -según Pedro Laín Entralgo- separaba a los dirigentes de los ciudadanos en tiempos de la II República -y que hizo fracasar el experimento republicano- había disminuido. La sociedad española había alcanzado, gracias a su esfuerzo, un nivel mínimo de desarrollo social y económico. La polémica entre "España como problema" y "España sin problema" se antojaba ya carente de sentido, casi grotesca. La transición fue posible, en suma, porque -como ha escrito Santos Juliá- se superaron los relatos.

Otra anécdota. Creo que fue al cumplirse los 10 años de la reinstauración de la Monarquía, cuando se emitió por televisión un programa conmemorativo en el que participaron diversos políticos, entre ellos Ramon Trias Fargas. También estaban Rodolfo Martín Villa y Julio Busquets Bragulat, militar demócrata, autor años antes de un libro titulado El militar de carrera en España, prologado por el general Manuel Díaz-Alegría. Mediado el programa, Trias fue interrogado sobre quién había sido, a su juicio, el auténtico protagonista de la transición, a lo que respondió que, sin menospreciar la intervención del Rey, el protagonista de la transición fue el pueblo. Y añadió estas o parecidas palabras: "Si al día siguiente de la muerte de Franco, se hubiesen abierto dos puestos para suministrar armas en la plaza de Catalunya, uno para las derechas y otro para las izquierdas, nadie habría acudido a recogerlas; tanto sufrió la gente durante la Guerra Civil y la posguerra, que nadie quería revivir tan terrible experiencia".

En ambas anécdotas están -a mi juicio- las claves de la transición:

1. El miedo cerval de la inmensa mayoría de los españoles a repetir, aunque fuese a pequeña escala, el drama insondable de la Guerra Civil.

2. Un modesto desarrollo económico, que hacía que mucha gente tuviese algo que perder: el trabajo, el piso, el coche, la nevera, el televisor y algo que echarse con regularidad a la boca, con la esperanza de que los hijos mejorasen de condición. La España de Cuéntame.

3. Una predisposición profunda a no enzarzarse en debates sobre símbolos, formas de gobierno, sublimes ideas y grandes palabras. Prescindir de los grandes relatos, ir al grano y lograr lo posible, que fue algo más de lo que algunos admiten. "Ruptura presentada como reforma", dijo Martín Villa. Exageraba, pero loque sí es cierto es la voluntad de consenso que presidió todo el periodo, comenzando por la aceptación de la institución monárquica por la izquierda. Quizá ninguna imagen muestre de forma tan expresiva este espíritu como la de la dirección del Partido Comunista de España, tomada la tarde misma del día de su legalización, con la bandera rojigualda al fondo. Recuerdo, especialmente, a Pilar Brabo, que ya se ha ido. Hay que añadir, además, que esta voluntad de consenso se prolongó después de la promulgación de la Constitución haciendo posible que la derecha -por medio de UCD- sentase las bases de la reforma fiscal y acometiese la secularización del derecho de familia, y que la izquierda -el PSOE- llevase a la práctica, poco después, la reconversión industrial.

Muchos nos sentimos orgullosos de aquellos años y de los políticos que llevaron entonces las riendas del Estado, cuando éste -en el orto de la democracia- estaba sometido a presiones tremendas y desafíos gravísimos. El cariño que rodea a Adolfo Suárez en la hora de su crepúsculo es más que una manifestación de aprecio por el trabajo bien hecho; es la gratitud por su voluntad permanente de concordia, por su coraje moral y por su valor físico, cualidades que exhibió de modo eminente y por las que muchos ciudadanos nos sentimos dignamente representados.

Nada tiene que ver este espíritu de la transición con el nivel de crispación que ha alcanzado la vida política desde hace ya algunos años, por lo que cabe sostener que se ha retrocedido, en algunas actitudes, a etapas que creíamos superadas. Se ha vuelto, por unos y otros, al terreno de los relatos excluyentes y a la instrumentalización del patriotismo. España es esto y lo otro, y otra vez está en peligro. Un terreno propicio para tenores y jabalíes. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error!

Juan-José López Burniol es notario.

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