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Columna
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Muerte en el Elíseo

Los presidentes de la V República francesa tienen una forma política muy particular de morir. Pero la más singular es, quizás, la del actual ocupante del Elíseo, Jacques Chirac, que la semana pasada cumplió 73 años, y ha muerto viendo pasar el cadáver de su peor enemigo. Él mismo.

El general De Gaulle, fundador de la institución en 1958, quiso reclamar la muerte después de autoinfligirse una derrota menor. Lo apostó todo a un referéndum de carácter insustancial, cualquiera que fuese el resultado; a una consulta sobre la regionalización que se celebraba después de un mayo del 68 florido de protesta parisina. El hombre del llamamiento del 18 de junio, que se sublevó él solo contra el nazismo y devolvió Francia a los más altos círculos del poder global, se había esfumado en Alemania durante aquellos días de primavera e imaginación, para reaparecer sólo una vez vuelta la calma. Escarnecido por una votación que ganó el no, dejó el poder con abrupta indignación, y a Francia, a solas con sus pasiones. Suicida por despecho, murió físicamente un 20 de noviembre de 1970 a los 80 años.

Su sucesor, Georges Pompidou, que había asegurado la gobernación mientras el general rumiaba su estupor ante una Francia que ya no comprendía, prefirió no reconocer el acecho de la muerte con la que jugaba al escondite en los pasillos de palacio. Gravemente enfermo se inflaba de cortisona, mientras huía del espejo que le devolvía la imagen de una esquela prematura. Y así murió luciendo la presidencia como un sudario, convencido de que con la ocultación de la inminencia de su muerte mejor servía a Francia, el 2 de abril de 1974.

A los dos presidentes gaullistas les sucedió Valéry Giscard d'Estaing, el hombre del sí, pero, autónomo aliado, capaz de aprovechar cualquier relámpago de los reflectores. Si De Gaulle renunció a la vida y Pompidou a la muerte, Giscard ha trocado el óbito político por la posteridad en vida. Alejado del poder en la flor de la Tercera Edad, ha querido reinventarse como oráculo de servicio y alma de una Constitución europea que la propia Francia ha saboteado en referéndum por razones sobre todo psiquiátricas. Calcomanía de sí mismo, hoy se halla en una segunda vida, sin fecha de caducidad.

El penúltimo presidente, el socialista François Mitterrand, ha sido el gran arquitecto de su propia muerte. Acabada en la devastación del cáncer su presidencia el 17 de mayo de 1995, se había cuidado de cooptar la crítica con una biografía que pareciera no autorizada, pero que combatiera sonrojos del pasado. Nadie como la esfinge de Jarnac para dictar al mundo qué había que pensar de su persona más allá de la muerte. Amante de la piedra, como Luis XIV, había dejado plantadas en París las pirámides que le prometieran el culto del futuro: el Arco de la Defensa y la Biblioteca Nacional. El fallecimiento, el 8 de enero de 1996, de un católico agnóstico confortado por los santos sacramentos, fue su última obra monumental.

El neo-gaullista Jacques Chirac, gran animal político, supremo experto en operaciones de rescate de sí mismo, se ha visto, sin embargo, traicionado por un sentido del timing, que, especialmente en su segundo mandato, parece haberle abandonado; primero, por organizar unas elecciones anticipadas que llevaron en junio de 1997 a la oposición socialista al poder, pero de donde aún pudo rebotar al ruedo; luego, reelegido sin gloria el 5 de mayo de 2002, en una batalla ganada de antemano contra una aviesa faz de xenofobia; y finalmente, se dispara en el pie, convocando un referéndum que el pasado 29 de mayo destruye lo que le queda de presidencia y, para hacer el avío, la propia Constitución Europea.

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Muerto políticamente sin haberse enterado, Chirac tarda 18 días en reaccionar en público ante la Intifada del suburbio, que se propaga en octubre y noviembre de París al extra-radio hexagonal, y hoy, dado de alta de un acceso vascular, flota, espectral, en el líquido amniótico de una presidencia hecha girones, convicta y confesa de su mismo óbito, de la que ya nadie se molesta en pedir la dimisión, porque, como decía Béatrice Gurrey en Le Monde, "nadie dispara sobre una ambulancia". En el Elíseo la muerte tiene vida propia.

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