Estadística de muerte
Kenneth Lee Boyd, un ex combatiente de la guerra de Vietnam ejecutado el viernes en el Estado de Carolina del Norte por el asesinato hace 17 años de su esposa y su suegro, pasará a la macabra historia de la pena de muerte como el preso número 1.000 al que se ha aplicado la pena capital en Estados Unidos tras su restablecimiento por el Tribunal Supremo en 1976. El acontecimiento tiene un matiz estadístico que, si merece ser resaltado, es para lamentarlo y darle el grave significado que tiene: la profunda anomalía que supone la vigencia de la pena de muerte en una sociedad democrática y civilizada como la norteamericana, convertida además en punta de lanza de la civilización occidental tras los atentados terroristas del 11-S de 2001.
Sobre la ilegitimidad e inutilidad de la pena capital como instrumento penal frente al delito se ha dicho ya todo, en especial su presunto carácter de acto de justicia, encubridor en realidad de un acto de venganza, propio más bien de sociedades primitivas, regidas por la bárbara máxima del ojo por ojo, que de sociedades evolucionadas y gobernadas por el derecho. Y en cuanto a su aplicación en EE UU durante los últimos 29 años, también se han señalado las profundas sombras que la han acompañado más allá de su carácter cruel y moralmente equivocado: su empleo arbitrario, los errores judiciales, así como su evidente sesgo social y racial, como lo demuestra el hecho de que un número desproporcionado de los 1.000 ejecutados han sido personas económicamente desfavorecidas y de color negro. Sin olvidar que hasta hace poco afectaba también a menores de edad y a discapacitados psíquicos.
En todo caso la vigencia de la pena de muerte en EE UU no ha estado exenta de una creciente, aunque moderada, movilización social a favor de su abolición. Hoy el 64% de los norteamericanos siguen mostrándose favorables, pero hace 10 años su número alcanzaba el 80%. También la presión internacional ha jugado en este sentido, en concreto los reiterados requerimientos del Consejo de Europa, en el que EE UU tiene el estatus de observador, para que al menos establezca una moratoria sobre las condenas a muerte como ya ha hecho Turquía.
La persistencia de la pena de muerte en EE UU puede servir de coartada para su mantenimiento en Estados no democráticos. No se comprende que la superpotencia norteamericana comparta este residuo de barbarie con Irán, Arabia Saudí o Singapur, donde acaba de ejecutarse a un joven australiano por tráfico de drogas, y especialmente con China, la nueva potencia emergente y primera por el número de ejecuciones, que ejecuta en un año tres veces más que Estados Unidos en 30: 3.400 en 2004, el 97% de todas en el mundo. El diálogo de civilizaciones del que tanto se habla podría empezar como exigencia de abolición de la pena de muerte, para dar lugar a un compromiso único y universal en el respeto a la vida.
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