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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Anarquistas de Barcelona

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¿Y Luisito Suárez no estuvo en la gran gala? Se ha hablado mucho del merecido Balón de Oro que han dado a Ronaldinho en París y apenas nada de Luis Suárez, el primer y único español que lo obtuvo, que lo recibió en 1960. Hay que suponer que si nadie en París vio a Suárez es porque no estaba. Sería de locos no haber advertido su presencia siendo como es el único español que tiene el premio. Ganó su Balón de Oro cuando jugaba en el Inter de Milán, despreciado por parte de la afición kubalo-sentimentaloide del Barça.

A través del diario digital Xornal he podido saber -¿lo sabrá Luisito Suárez?- que es precisamente en Milán donde le preparan un justo y gran homenaje en el próximo mes de abril. Lo organiza el Instituto Cervantes de esa ciudad y la idea es que, a lo largo de cuatro días, se hable de fútbol y literatura. Como participantes se barajan, entre otros nombres, los de Miguel Pardeza, Juan Cruz, Pep Guardiola, el alcalde coruñés Francisco Vázquez, Ignacio Martínez de Pisón, José Ramón de la Morena y Luis Figo, jugador en activo, precisamente en el Inter de Milán.

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La pesadilla de una 'ronette'

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Un sol otoñal entra por la ventana del gabinete de trabajo. Como en tantas mañanas de mi vida, estoy escribiendo. Suena a un cierto volumen la música de Be my baby cantada por The Ronettes. Cuando tenía 17 años era mi canción favorita. De pronto, escucho que alguien llega en ascensor a mi rellano, pero no llama a ningún timbre. Es como si quien ha llegado se hubiera quedado inmóvil, aturdido o estacionado en el rellano. Pasan más de dos minutos hasta que, exactamente cuando termina la canción, llaman al timbre. Abro. Veo un hombre de mi misma edad. Es el mensajero de una editorial que me envía un libro. Me lo entrega y firmo en un papel. "Las Ronettes...", susurra de pronto el hombre. "Hoy sólo escucho esta canción", le digo tratando de no mostrarme sorprendido de que él conozca a The Ronettes. Sonrío, me despido, cierro la puerta. Me parece que el hombre no entra en el ascensor. Puede que haya vuelto a quedar inmovilizado en el rellano. Escucho detrás de la puerta y ni un ruido. Me pregunto si el mensajero no se habrá quedado apoyado en una pared del rellano, deshecho de nostalgia, esperando a que vuelva a sonar Be my baby.

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Una cita (no inventada) de Sergio Pitol, flamante nuevo premio Cervantes. Es algo que dijo en su última y muy reciente visita a Barcelona, ciudad en la que vivió varios años a finales de los sesenta y donde escribió su impresionante Diario de Escudellers: "Lo que siempre más me ha importado es ser libre de pensamiento. No me interesa el dinero ni la gloria. Me interesa que la gente cercana sea feliz y, sobre todo, no ceder a ninguna presión; es difícil, pero creo que lo he conseguido".

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De la Barcelona alegre y bélica de 1936 habla Cyril Connolly, uno de los grandes ensayistas ingleses del siglo XX, de quien Lumen publica ahora su Obra selecta. Al gran Cyril Connolly -como escribe el editor Andreu Jaume en su prólogo- hay que encuadrarlo dentro de ese tipo de figura muy común en Inglaterra y que en España es más rara, el man of letters, el hombre de letras ajeno a la Universidad, que vive de rentas o de una profesión que nada tiene que ver con la literatura.

Cuando estalló la Guerra Civil en España, el New Statesman envió a Connolly a Barcelona. Con gran sentido del humor nos cuenta los apretones de mano, peculiarmente significativos, de los amigos que fueron a despedirse de él en Londres. "Un toque de amabilidad de tanatorio", comenta Connolly. Al llegar a la frontera española, nos dice que lo normal siempre había sido que en el paso de Cerbère a Portbou anduviera de la alegría y la comodidad a la tristeza y el vacío. Sin embargo, en esa ocasión es al revés. "Hoy es la parte española la que está llena de vida".

En Barcelona ("es como si las masas, de hecho el populacho, al que generalmente sólo atribuimos instintos de estupidez y persecución, fueran a florecer en lo que realmente es una especie de primavera de la humanidad") las inquietas Ramblas son todo un gran espectáculo, y muy especialmente el Café Oriente, donde muchos revolucionarios apoyan sus fusiles contra la barra. Los anarquistas de Barcelona, muy especialmente, le dejan anonadado, y el retrato que hace de ellos oscila entre la admiración, el estupor y la ironía. Ve, por ejemplo, cómo un hombre que quiere en el Oriente pagar todos los whiskys que los clientes han tomado antes de su llegada, es seriamente reñido: "Espera un momento. No puedes pagar por ese whisky. Me lo tomé antes de que llegaras". El invitador protesta: "Es que me da la gana hacerlo. Además, ¿qué es el dinero? Pronto aboliremos todas esas cosas".

Connolly reflexiona. Le parece que el peligro del anarquismo estriba en que se ha convertido hasta tal punto en un arma revolucionaria que puede que no sepa nunca qué hacer con la edad de oro cuando la alcance, y se consuma en una eterna sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones. Eso, que ahora vemos tan claro y hasta con una conmovedora sonrisa en los labios, no todo el mundo lo veía así en 1936 en Barcelona. Connolly lo vio y, al publicar su texto en Londres, fue tratado de frívolo por los amigos que semanas antes se habían despedido de él creyendo, con su amabilidad de tanatorio, que se despedían para siempre.

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