Camaleónico Uluru
EL DESAMOR y un cierto carácter impulsivo me llevaron al centro del Outback australiano desde Melbourne. Recorrer en solitario los 3.500 kilómetros hasta Ayers Rock (o Uluru, la roca sagrada) en un 4×4 alquilado y volver en tan sólo una semana, atravesando una tierra inhóspita -las zonas habitadas pueden estar separadas hasta 600 kilómetros- sin más ayuda que un mapa de carreteras, hicieron del viaje una temeridad.
Adentrándote en el Outback por la Stuart Highway pasan horas hasta que divisas otro vehículo. Son todoterrenos cuyos conductores te saludan, o imponentes road-trains, camiones de hasta cuatro remolques que no se paran ante nada ni nadie y que te obligan a dejarles vía libre.
La fauna australiana es increíble: canguros, vacas y caballos salvajes, emus espantadizos, gigantescos camellos, serpientes, dragones y demás bichos que tienen la costumbre de yacer en medio de la ruta. La incertidumbre me invade ante la vacía inmensidad y los móviles no funcionarán en los próximos 2.300 kilómetros. Me aprovisiono de bidones de agua y gasolina.
El día es abrasador y me siento como Mad Max. Existen tramos rectos de 100 kilómetros. Cuentan que hay conductores que tras atravesar alguno de ellos se olvidan de girar el volante cuando llega una curva, y es que la línea del horizonte que separa el cielo azul celeste y la tierra de color terracota te hipnotiza. La masa de piedra roja, Uluru, se halla ante mí, pero también un aeropuerto, complejos turísticos de superlujo... Eso sí, la roca es un espectáculo. Cambia su tonalidad con la luz natural como un camaleón.
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