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Columna
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Pobreza cero

Con este lema, un grupo de más de 400 organizaciones se ha asociado en torno de un objetivo común, la lucha contra la pobreza, que en España la Alianza Española contra la Pobreza ha traducido en el Programa Otoño contra la Pobreza, que está realizando una serie de actividades informativas, pedagógicas, artísticas, lúdicas...; una cada día, con el propósito de movilizar a los ciudadanos en favor de este objetivo. Los medios de comunicación le han prestado una atención muy escasa, a pesar de que la situación en el mundo es cada año más dramática, y de que pobreza y miseria están alcanzando cotas insoportables.

El número de personas obligadas a sobrevivir con menos de dos dólares al día ha aumentado en 100 millones en los últimos dos años, acercándose a los 3.000 millones de personas, de las cuales 250 millones en el África subsahariana tienen que subsistir con apenas un dólar diario, casi 2.500 millones carecen de todo tipo de asistencia sanitaria, y la esperanza de vida de un recién nacido en los países pobres del Sur no llega a los 38 años. Todo ello es consecuencia de una desigualdad mundial que hace que apenas el 10% de los países más ricos del mundo controlen más del 70% de las riquezas disponibles, y que un puñado de multinacionales tengan unos ingresos anuales que exceden el PIB de la mitad de los países del mundo. Lo cual es resultado de unas prácticas políticas y de un orden económico que conducen a esa situación.

En primer lugar, los presupuestos militares de los Estados que absorben gran parte de sus disponibilidades económicas impidiendo que se dediquen a la promoción del bienestar social, lo que, en el caso de EE UU y de sus guerras permanentes, ha superado los 500.000 millones de dólares con un aumento del 41% en los últimos cuatro años. A lo que hay que agregar el mantenimiento de una organización económica basada en el principio de la acumulación de riquezas y del enriquecimiento personal, con el hedonismo individual como meta y recompensa. La competencia y la competitividad son los instrumentos por excelencia para alcanzar esos fines y, por tanto, para conseguir el éxito y la felicidad. Desde esa perspectiva y puesto que los recursos son necesariamente limitados, los pobres son inevitables y la pobreza es un estado natural que carece de sentido querer completamente erradicar. De lo que se trata pues, según los defensores del orden establecido, es de llegar a la gestión más eficaz posible de la situación actual y de la estabilidad y progreso que representa. Esta lectura irenista de la realidad oculta que la cifra de los muertos por hambre y las víctimas del sida y la malaria son cada día más impresionantes, y que esa extrema miseria global no puede confundirse con los procesos individuales de pobreza y necesidad.

Frente a la afirmación paseísta de que "pobres habrá siempre" y frente a la autocomplacida generosidad de quienes se ocupan a ratos de ellos -"Doña Amparo, ¿cómo van sus pobres?", le preguntaban a mi madre cuando yo era niño-, hemos de asumir nuestra plena responsabilidad por una situación insostenible y negarnos a seguir aceptando el cinismo de los políticos que han hecho de la lucha contra la pobreza el recurso retórico permanente de sus discursos. No hay reunión internacional de algún fuste en que desde hace más de 30 años no se proponga acabar con la pobreza. Ese obligado estribillo llevamos oyéndolo desde la cumbre de 1974, en la que la comunidad internacional se comprometió a afectar el 0,7% del PIB de todos los países a la ayuda pública al desarrollo, compromiso que ha ido incumpliéndose año tras año, aunque se haya reiterado en múltiples ocasiones. En el año 2000, Naciones Unidas dio máxima solemnidad al hacer de la eliminación de la pobreza, de la educación primaria universal y de la asistencia sanitaria básica los objetivos del milenio del desarrollo que deberían haberse alcanzado antes del año 2015. Jeffrey Sachs, en El fin de la pobreza, alarga hasta 2025 la fecha para enterrar a la pobreza, y Martin Meredith, en su último libro, El destino de África, se concentra en el continente africano, sus servidumbres y sus esperanzas, pero ambos coinciden en que puede ponerse fin a la pobreza, que no es la simple desigualdad, si logramos poner en pie una economía fundada en los bienes comunes, movilizados por un conjunto de servicios públicos mundiales cuyo sujeto jurídico y político sea la humanidad.

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