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Columna
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Un cuento

Cerremos un momento los ojos para imaginar una ciudad exótica. Pero exótica de verdad. Un lugar al margen de la realidad y de las leyes. Un sitio inconcebible. Una utopía esperpéntica y cañí. Un paraíso disparatado. Cerremos los ojos para inventarnos un cuento, una ficción descabellada, un relato fantástico y absurdo. Cerremos un momento los ojos.

Imaginemos una ciudad en la que 18 de los 27 miembros de la corporación municipal estuviesen imputados o condenados por delitos diversos, incluida la alcaldesa. Una alcaldesa que podría ser una rubia muy rubia que mantuviese una relación de amor arrebatado con su guardaespaldas, por ejemplo. Un guardaespaldas al que la alcaldesa le subiera el sueldo por tener que guardarle no sólo las espaldas, sino también el corazón, traspasado por la fecha caprichosa del dios ciego. Una alcaldesa además que, en funciones de hada buena, le pusiera a su ex marido un sueldo millonario para aliviarle la pena de lo del guardaespaldas. Imaginemos.

Imaginemos una ciudad en que las viviendas ilegales se contasen por decenas de miles porque los magos de esa ciudad tuviesen la habilidad de convertir el hormigón en oro, cumpliendo así, por vía inmobiliaria, el sueño ilusionado de los antiguos alquimistas. Una ciudad en la que, por arte de magia blanca o de dinero negro, te levantases una mañana y vieses que unos duendes noctámbulos han erigido una urbanización al borde de la playa o en pleno monte. Una urbanización que podría llamarse algo así como Platanito Beach o Guayaba Inn, o tal vez Maracuyá Hilton, porque se supone que los encargados de bautizar esas urbanizaciones ilegales y mágicas habrían de ser personas de formación cosmopolita. Imaginemos.

Imaginemos una ciudad a la que llegasen jeques de cuento oriental, en fastuosas limusinas con minibar y tal vez incluso con bidé incorporado, con sus ropajes sedosos, con su ondulante rebaño de huríes terrenales, con su populosa corte de secretarios y de abanicadores, oliendo a petróleo y a Dior, en plan rey mago que puede regalar un yate a otro rey. Una ciudad en que las medio condesas medio austrohúngaras, o similar, y los playboys bailongos y crepusculares organizaran fiestas babilónicas con fines benéficos. Una ciudad de pasado glorioso que una vez estuviera gobernada por el dueño de un equipo de fútbol que -imaginemos- hubiese sido una especie de gángster carpetovetónico y chulapón, chalado y churri, que hubiese administrado la ciudad como quien juega al Monopoly. Imaginemos.

Imaginemos que llegase de pronto a esa ciudad un ogro malo. O mejor aún: un gigante malo que albergase la intención de interferir en el curso normal de esa ciudad anómala. ¿Qué pasaría? Imaginemos, no sé, que la alcaldesa rubia muy rubia se atrincherase en el castillo municipal y proclamara: "Ese gigante malo quiere satanizarnos". Porque ella sería, como es lógico, una alcaldesa angelical, y los satanismos le horripilarían lo indecible. Y allí estaría el gigante malo, satanizando a esas pobres criaturas escapadas de un cuento demencial de gnomos locos y codiciosos. Imaginemos.

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