La hora de los duros en la política francesa
Nicolas Sarkozy cuenta con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, y en el debate público se impone la idea de la firmeza
La tolerancia cero con la delincuencia fue el arma electoral usada por Jacques Chirac para ser reelegido presidente de la República en 2002. Tres años y medio más tarde, el mundo entero ha asistido a una oleada de disturbios suburbanos, que sólo han terminado tras la asunción de poderes excepcionales por el Gobierno de París. Esta situación podría haber supuesto una losa en el camino del ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, hacia esa presidencia de la República que ambiciona: sin embargo, la mayoría silenciosa de los franceses se ha parapetado detrás de él y Sarkozy podría movilizarla para ganar las elecciones en 2007, con una oferta basada en reformas económicas liberales y una gestión autoritaria de la seguridad interior que incluya, no obstante, la promoción de "hijos de la inmigración" a esos puestos relevantes de los que llevan demasiado tiempo ausentes.
El balance provisional de las revueltas es de 10.000 coches quemados y 200 edificios dañados
Nicolas Sarkozy ha capitalizado el final de una crisis en la que la policía no ha llegado a disparar
La fiscalía ha dado prioridad a los sumarios contra los incendiarios
Los actores del debate sobre las violencias son de derechas, con los 'ultras' al fondo del escenario
El socialista Lionel Jospin invita a los suyos a reconquistar la idea del orden como valor clave
Le Pen sostiene que los inmigrantes deben unirse a sus familias "en los países de origen"
Lo que ha fracasado es la política de "ley y orden" tal y como fue formulada por Chirac. "No hay fatalismos en la inseguridad, sólo hay una falta de autoridad del Estado y de voluntad política", dictaminó el presidente de la República el 14 de julio de 2001 -por cierto, tras separarse del rey Juan Carlos, con quien había compartido el desfile militar con el que se conmemora la toma de la Bastilla-.
Pues bien: si en la época del gobierno de izquierda, dirigido por Lionel Jospin, se producían abundantes quemas de vehículos (13.900 en 1999; 15.000 en 2000; casi 18.000 en 2001), en los 10 primeros meses de 2005 ya habían ardido 28.000 antes de que estallara la última oleada de violencias. Que hayan sido incendiados otros 10.000 durante esos disturbios -según el último balance difundido ayer- sólo ha supuesto una intensificación de la labor destructora. Suprema ironía: las autoridades respiraron cuando la curva de incendios bajó a menos de cien coches chamuscados por día, porque eso representaba "volver a la normalidad".
El proceso electoral de 2002 ya demostró la penetración de las ideas de ultraderecha (seis millones de votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales: 16% del total). Chirac, reelegido en la segunda vuelta con el apoyo de todos los que vieron agitarse el espectro del fascismo, instaló un gobierno de "ley y orden" con Sarkozy como primer policía del país. Tres años después, los destrozos provocados por la rabia de los jóvenes de los suburbios no tienen precedentes, hasta el punto de que el Gobierno ha recurrido a poderes excepcionales para poder controlarlos.
Un buen escritor y periodista francés comenta en privado: "En realidad, los jóvenes de los suburbios están gritando su deseo de integrarse en Francia". No votan -casi la mitad de los detenidos por las violencias de noviembre ni siquiera tiene edad para hacerlo- ni están organizados políticamente: pero han descubierto la fuerza de la barbaridad televisada. Y a fe que sus llamaradas se han convertido en un catalizador de efectos políticos.
Sin hacer apenas ruido, la extrema derecha no tiene dificultades para recordar a sus partidarios aquello de "ya lo decíamos nosotros". Y sus ideas calan. Por ejemplo: el reagrupamiento familiar de los inmigrantes, autorizado durante la presidencia de Valéry Giscard d'Estaing, ha sido presentado por el Frente Nacional como una de las plagas de Francia y una de las causas de la "invasión extranjera". El partido de Jean-Marie Le Pen sostiene que decenas de millares de mujeres o hijos de extranjeros presentes en Francia se instalan cada año en el país y exige echar abajo esas disposiciones, alegando que el reagrupamiento familiar ha de hacerse "en el país de origen".
La crisis de los suburbios ha provocado que una parte de la derecha se plantee un recorte de ese derecho. El propio Nicolas Sarkozy maneja otro proyecto para penalizar a los padres de "jóvenes delincuentes" como responsables de los actos de sus hijos. La escalada de propuestas ha alarmado al propio jefe del Gobierno, Dominique de Villepin, que, sin oponerse frontalmente a su mayoría, multiplica los llamamientos para pensar las cosas con más calma.
Las culpas, a la poligamia
Otro ministro del Gobierno en el poder, Gérard Larcher, ha relacionado la crisis de los suburbios con la poligamia, insinuando que las filas de los incendiarios se han visto nutridas de adolescentes porque ni siquiera tienen sitio para estar en sus casas atestadas.
Las violencias suburbiales pueden convertirse en catalizador del tratamiento de un fenómeno como la poligamia, de cuya existencia se sabe, pero apenas se habla. Asociaciones francesas dedicadas a la asistencia a mujeres maltratadas ofrecen estimaciones del número de familias polígamas que oscilan entre 20.000 y 30.000, lo cual podría significar entre 200.000 y 300.000 personas. Pierre Bédier, ex alcalde de Mantes-la-Jolie -60 kilómetros al oeste de París-, afirmaba hace tres años que en el suburbio de Val-Fourré, donde viven personas de "75 nacionalidades", se han importado, entre otras costumbres culturales, la de maridos con varias mujeres y, por consiguiente, muchos hijos.
Las asociaciones que militan contra la poligamia la rechazan por razones morales. También, por los problemas que implica para el sistema de protección social, al que carga de gastos y de dificultades administrativas cuando los divorcios suceden a bodas más o menos forzadas. Al grupo parlamentario de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), mayoritario en la Asamblea Nacional francesa, le ha faltado tiempo para desempolvar una proposición legal de lucha contra la poligamia, que dormía en un cajón desde junio de 2004. Otra vez ha salido al paso el primer ministro, Dominique de Villepin, exhortando a que no se hagan "mezcolanzas" tan fáciles como la que sugiere el binomio poligamia / disturbios.
Los actores del debate son todos de la derecha, con los ultras en segundo plano. Mientras, la oposición socialista ni siquiera ha acudido a la cita. Condicionada por la guerra de jefes en el interior del Partido Socialista -que no afecta sólo a François Hollande y Laurent Fabius, sino a otros muchos notables-, la oposición ha mantenido su agenda a lo largo de toda la crisis de los suburbios, dedicándose a la preparación del congreso que habían convocado para noviembre. Esto ha consumido lo esencial de su trabajo y le ha permitido mantener la cautela sobre el fondo de la cuestión.
Francia sufre un serio problema de dirección política e incluso de proyecto nacional, además de haber puesto en cuarentena su implicación europea al votar en contra de la Constitución de la UE. El propio Gobierno tardó una semana en tomar la medida a la última oleada de revueltas. La parálisis inicial del Ejecutivo se explica por la lucha de fondo entre sus personalidades más relevantes, Dominique de Villepin y Nicolas Sarkozy, la alternativa más definida para tomar el relevo de Jacques Chirac, quien cumple hoy 73 años en un momento muy bajo de popularidad.
De Villepin y Sarkozy son ambos de derechas y de un mismo partido, la Unión por un Movimiento Popular (UMP), pero este último es el presidente del partido y maneja un buen número de diputados y otros cargos electos, aunque formalmente sea el subordinado de Villepin en el Gobierno actual.
A muchos correligionarios no les habría importado que Nicolas Sarkozy "se quemara" políticamente junto con los coches incendiados, víctima del fracaso en la política de ley y orden que ha encarnado de manera tan personal. Sin embargo, la ambición y el coraje de Sarkozy le han llevado a considerar la seguridad ciudadana como "la madre de todas las batallas" con las que puede consolidar su talla con vistas a las elecciones presidenciales. Ya estaba preparándose antes que estallaran las últimas violencias suburbanas, con aquellos guiños a los electores para dejar clara su capacidad de limpiar la "escoria" de los barrios. De pronto sobrevino la muerte de dos adolescentes en un transformador de energía eléctrica, el pasado 27 de octubre, presentados en un primer momento como delincuentes que huían de la policía y después como inocentes que habían sentido miedo: estallaron las violencias y culminaron en destrucciones que terminaron afectando a 300 ciudades y pueblos.
"Lo que hay que preguntarse es por qué el ministro del Interior fue el único que habló y actuó durante los primeros días", comenta Jean-Pierre Mignard, abogado de las familias de los dos electrocutados y del amigo que sobrevivió con graves heridas. "El ministro llevaba la investigación, hacía de juez, descartaba que los policías hubieran hecho algo incorrecto, daba su opinión sobre todo, recibía a las familias y hasta parecía su abogado. Sarkozy lo tutela todo, ¡es increíble!", comenta el letrado, que remacha: "En democracia, la justicia es la que tiene que establecer qué ocurrió y quién es el responsable". A su juicio, las imprecaciones de Sarkozy hacia los barrios en dificultades ("escoria") fueron recibidas como un desafío por jóvenes ya de por sí muy susceptibles: "Sarkozy habla como lo hacen esos jóvenes de los suburbios".
El ministro del Interior intenta demostrar que si no pudo evitar las destrucciones, no va a cejar hasta castigar a los culpables: de ahí la rapidez con que cambió de estrategia tras la primera semana de la crisis. En lugar de disolver concentraciones a base de granadas lacrimógenas, las fuerzas policiales recibieron órdenes de detener a todo el que pudieran. La fiscalía ha dado prioridad absoluta a instruir los sumarios contra los arrestados por las violencias, que incluyen también 200 edificios dañados. Por el contrario, Sarkozy no ha podido cumplir las expulsiones fulminantes de extranjeros que anunció, porque la gran mayoría de los implicados ha resultado ser de nacionalidad francesa.
El peligro a medio plazo es que los encarcelados terminen conectando en prisión con grupos más peligrosos y organizados. Pero, de momento, Sarkozy ha vuelto a mejorar su posición en los sondeos y sigue siendo el político francés más valorado.
El primer ministro, Dominique de Villepin, que no intervino en los primeros días de la crisis de los suburbios, apareció finalmente como el responsable del "estado de urgencia" decretado por el Gobierno para acabar con las violencias, restaurando así una legislación de poderes excepcionales concebida en los tiempos de la guerra de independencia de Argelia. Esta demostración de autoridad también ha mejorado la cuota personal de popularidad del primer ministro -lo cual dice mucho del miedo que ha sentido el francés medio durante la oleada de violencias- y contribuye a preservar sus posibilidades para 2007.
Aun así, Sarkozy es el que mejor capitaliza el fin de la rebelión en los suburbios. Su caída fue la única reivindicación concreta escuchada entre los jóvenes arrabaleros durante las tres semanas de disturbios. Un grupo de ellos se lo gritó a la cara el 12 de noviembre, cuando Sarkozy se presentó en la avenida de los Campos Elíseos de París durante el fin de semana en que estaba expresamente prohibido todo tipo de concentraciones en la capital. En cuando le vieron, un grupo de chicos le silbó e insultó. Uno de ellos, en la veintena, cráneo afeitado al cero, gafas negras en plena noche, se desgañitaba en una sucesión rápida de agudos y graves. El ministro abandonó el lugar al cabo de unos minutos, mientras el muchacho del cráneo afeitado seguía gritando los argumentos de la frustración: "¡Los barrios están abandonados!"; sacaba su tarjeta de elector y hacía ademán de romperla: "¡Esto no vale para nada, a la mierda!". Él y otros optaron por bajar por los Campos Elíseos preguntando a un cámara de la televisión francesa "dónde está la CNN".
Muchos observadores políticos prevén un combate entre Sarkozy y De Villepin, con vistas a las elecciones presidenciales de 2007. Ambos tienen la misma ambición, aunque diferente perfil: Diplomático y escritor, Dominique de Villepin es el último representante del gaullismo, además de un hombre emanado de la aristocracia de la Administración francesa, a través de su formación en la elitista Escuela Nacional de Administración (ENA). En su discurso se aprecian esa mezcla de valores sociales y de orgullo nacional que conectan aún con la tradición francesa y con el propio general De Gaulle, el fundador de la V República.
Sarkozy, por el contrario, es un abogado y político profesional; y de algún modo, "hijo de la inmigración" él mismo. Hijo de Pal Nagy Bocsa y Sarkozy, exiliado húngaro que llegó a París en 1948, sería muy simplista considerar al actual ministro del Interior simplemente como un "liberal-autoritario". Además, es un pragmático: fue el primer político de relieve que defendió la necesidad de la "discriminación positiva", ofreciendo así oportunidades a los hijos de inmigrantes para que hagan carreras de éxito que la mera meritocracia tradicional de la República Francesa no puede garantizar. El propio Chirac se ha opuesto a ello. Sarkozy ofrece a las clases asustadas -y son legión en la Francia de hoy- la imagen de un coraje contradictorio: bueno para mantener el orden; probablemente negativo para la multitud de personas que podrían verse afectadas por sus reformas económicas, que sin duda adelgazarían el tamaño del Estado. Como se dice en Francia, es "jefe de guerra", aunque muchos observadores creen que los electores dudarán al final entre él y un hombre menos rupturista, como De Villepin.
El debate sobre la inseguridad está planteado también en el seno de la izquierda. En un libro muy reciente (El mundo como yo lo veo), Lionel Jospin critica el enfoque tradicional de la izquierda y le invita a reconquistar la idea del mantenimiento del orden como un valor clave para que las clases populares puedan ejercer la libertad. "La exigencia de seguridad y de tranquilidad emerge más fuertemente de los medios desfavorecidos, simplemente porque son los más afectados por la delincuencia. Por tanto, es preciso asumir el valor del orden, es decir, del respeto a las reglas, y eso es lo que sienten los medios populares", escribe Jospin.
El problema de este debate es que se superpone a los múltiples suscitados por la coalición de intereses que votó "no" a la Constitución europea y dejó muy claro el miedo de muchos franceses a las reformas y la voluntad férrea de mantener el statu quo. La población trabajadora se resiste a aceptar las razones que llevan a alargar la edad de la jubilación, sobre todo los funcionarios -a los que se les ha pedido que trabajen hasta los 60 años, en vez de retirarse a los 57, como venía ocurriendo-. Los empleados del sector público se resisten a aceptar cambios en la preponderancia del Estado en la economía. Los trabajadores del sector privado tienen miedo a la deslocalización de empresas y a la competencia de los inmigrantes por el escaso empleo disponible. En fin, los partidarios del soberanismo político rechazan a Europa por entender que supone un atentado global a la independencia de su país. Lo dice Jacques Julliard, director adjunto de Le Nouvel Observateur: "Francia es católica y atea desde siempre, socialista e individualista, siempre dispuesta a votar por un porvenir radiante, en la íntima convicción de que no llegará jamás. Somos los esquizofrénicos de Occidente. Y apenas tenemos ganas de curarnos".
Pero el país vecino necesita con urgencia una renovación de la clase dirigente y una movilización de esfuerzos para integrar a los descendientes de los que llamó cuando necesitaba reconstruir las infraestructuras y la industria del país. La crisis tendría que ser demasiado profunda para que Francia no pueda demostrar que sigue siendo por lo menos una parte de lo que fue.
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