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Columna
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Fractura social y ciudadana

La doctrina periodística nos ha enseñado que las noticias por antonomasia son las malas noticias y una revuelta violenta con coches y edificios públicos incendiados constituye materia informativa privilegiada. A ello hay que añadir la inevitable explotación ideológica que en este caso se manifiesta sobre todo en el sentimiento antifrancés de gran parte de la prensa occidental, en particular anglosajona, de la que la norteamericana con su exacerbado nacionalismo se lleva la palma, aconsejando a sus lectores que renuncien a viajar a Francia donde la violencia y el caos hacen hoy muy peligrosa la vida. Claro que los medios franceses no se han quedado muy a la zaga con su aritmética cotidiana de los destrozos y con su insistencia en lo incontrolable de la situación, recurriendo para ello y al servicio de su voluntad de dramatización a la construcción de hechos inexistentes. La presentación de alijos de armas descubiertos, según las noticias de estos días, en los sótanos de edificios de los barrios, cuando la fotografía exhibida por la televisión para probarlo data del pasado mes de enero y procedía de una localización muy distinta, ha sido uno de los casos más elocuentes. Lo mismo cabría decir de la islamización de los enfrentamientos en la que se han empeñado últimamente los medios franceses haciendo de la práctica de la poligamia y del reagrupamiento familiar de los inmigrantes del sur el centro de imputación de la revuelta. El señalamiento obvio de los responsables -los pobres de color y los habitantes de los barrios sensibles- acota el riesgo y exime a los poderes de cualquier culpabilidad.

Pero la realidad es muy distinta. Estos suburbios problemáticos son espejos amplificadores, lentes de aumento de las desigualdades e injusticias de nuestras sociedades, a los que el tratamiento político y policial han convertido en espacios cautivos de la exclusión, en ámbitos irredentos a punto de explosión. Los diarios han hablado de un mini Mayo del 68 cuando lo que ha sucedido es justamente su antónimo. Los estudiantes de entonces querían transformar el mundo, cambiar la vida, estaban hartos de un bienestar aburrido y castrador y querían alumbrar otra sociedad. La protesta actual apunta justamente a lo contrario a reincorporar a sus miembros a una trama societaria convencional de la que se les ha excluido, a superar una fractura que los expulsa de la vida comunitaria y los deja en la cuneta. No piden más que lo que hay, pero no aceptan que se les prive de ello. Y si su petición es violenta es porque nuestro contexto es eminentemente violento, el de nuestras calles y el de nuestras pantallas, violencia difusa y casi invisible o violencia explosiva y celebrada que acompaña la mayoría de nuestros comportamientos privados y públicos, familiares y urbanos. Desencadenados siempre por una conciencia colectiva de falta de justicia social. La lista es larga: Watts, suburbio de Los Ángeles, en 1965, en plena expansión económica de EE UU que en nada se notó en el barrio y en el que la detención brutal de un negro de 21 años desata 10 días de motines y causa 34 muertos; Soweto, en 1976, en pleno apartheid sudafricano, los escolares se manifiestan contra la imposición de aprender el afrikaan, la lengua de la minoría blanca, la policía mata a un niño de 13 años y la revuelta que se instaura acaba con la vida de 23 personas; Brixton, en 1981, Margaret Thatcher lanza a su policía contra las minorías antillesa e india que quieren salir de su pobreza lo que se traduce en más de 50 heridos y 9 muertos; South Central, en 1992, este barrio pobre de Los Ángeles es testigo de la paliza que la policía propina a un automovilista negro, filmada por un cineasta aficionado y al grito de "No puede haber paz sin justicia" se inicia una revuelta que acabará en 55 muertos y más de 2.000 heridos. Alain Badiou, eminente filósofo francés, relataba en un articulo en Le Monde que a su hijo adoptivo, pacífico estudiante negro de 18 años, la policía le había controlado y cacheado en la calle cinco veces en las últimas semanas, por el sólo hecho de ser joven y negro. La revuelta está amainando y las aguas vuelven a su cauce pero persiste la fractura social y ciudadana. ¿Cabe esperar que Dominique de Villepin cumpla sus promesas y restablezca la policía de proximidad, la ayuda a las asociaciones, la creación de empleos para los habitantes de los barrios, una enseñanza apropiada, los mediadores sociales y todas las medidas que su predecesor, Jean-Pierre Raffarin, suprimió? ¿Y que su sucesor las mantenga? Es el precio mínimo a pagar.

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