Ahora, un libro
Dice algún librero que en Valencia no han sido muchos los lectores del primer y último libro de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos. No debe haber sido así en otros lugares. Publicado en enero de 2004, poco antes de la muerte de su autor, cumplía su séptima edición el pasado octubre. Dejar un par de páginas memorables, escribió Borges en algún punto de su particular laberinto refiriéndose a Oscar Wilde. Bien, he aquí cerca de ciento cincuenta absolutamente inolvidables. Léanse estos cuatro relatos que no son membra disjecta, pues en algunos puntos el libro los sutura. Aunque, de alguna forma, sí lo son, como no puede ser de otra manera cuando se trata de dar cuenta de un cadáver en sí desmembrado: el de la experiencia radical de modernidad social y política que supuso la derrota militar de la IIª República Española, la sistemática exterminación de los que le dieron vida, también de su ánimo.
No es del todo cierto que de semejante desventura no se haya hecho recuento. Los historiadores hicieron sus deberes en cuanto pudieron, la literatura la tomó como pretexto, las memorias y diarios personales aparecen en un goteo incesante, incluso colecciones editoriales se dedican a ello. Y el cine. Pero Los girasoles ciegos de Alberto Méndez es otra cosa, o la misma, pero singular. Cincelada palabra a palabra, culta hasta la extenuación, tensa hasta el calambre físico, asfixiante, severa y escueta, sin cuartel ni respiro. Mucho han discutido -lo siguen haciendo- los historiadores, también algunos ciudadanos, sobre el deber de memoria, sobre su relación con la historia como disciplina, o del uso político de esta cuando se trata de la pugna en el terreno de la formación de una conciencia histórica pública. Violando las debidas reglas de la brevedad y del estilo, permítanme citar en extenso el texto de Carlos Piera que Méndez eligió como pórtico de sus relatos:
"Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. Por el contrario, se festeja, una y otra vez, en la relativa normalidad adquirida, la confusión entre que algo sea ya materia de historia y el que no lo sea aún, y en cierto modo para siempre, de vida y de ausencia de vida. El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquél en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vacío".
Ausencia definitiva... existencia de un vacío. Los girasoles ciegos no es literatura sentimental. Alguien dijo -no diré quién, para que el aserto no sea inmediatamente rechazado- que la clave de la sentimentalidad moderna es expulsar el dolor, excluirlo de la vida. Evadir, rehuir el dolor, no dominarlo superándolo. Los relatos de Alberto Méndez no pretenden evadir el inconmensurable dolor que aquella crueldad cuartelera, eclesial y de clase produjo. Un dolor -como el miedo- que en tanto personalmente sufrido atañe a las víctimas, pero que a otros interpela no como imposible memoria de lo no vivido, sino en cuanto vida no nacida, posibilidades incumplidas, como falta o hueco vacío para siempre irreparables.
Pero hay más. "Y si pierdo la ira, ¿qué me queda?", escribe uno de los personajes en su diario íntimo, condenada su prosa poética a convertirse en documento apéndice de un atestado policial... Me atrevería a decir que Los girasoles ciegos cumple de forma literaria lo que Jean Améry defendiera en su ensayo Más allá de la culpa y de la expiación: subrayar el valor histórico del -hoy tan denostado- resentimiento. Pues quien de él no se desprende, parece pedir la imposible reversibilidad del tiempo (para que lo ocurrido no llegara a ocurrir), a la vez que le inspira el patológico deseo de no cancelar lo acontecido. Porque, es cierto, el resentimiento parece obturar el futuro y clavarnos al pasado. Sin embargo, antes de abjurar apresuradamente de tal sentimiento es necesario subrayar un supuesto -que al futuro se le otorga un valor- y pedir una explicación, por qué lo por venir debe ser más valioso que lo ya sido. Quizá ayude a sopesar la cuestión el último y escéptico Walter Benjamin. Pensaba que el haber atribuido a la clase obrera el papel de salvadora de generaciones venideras comportaba que hubiera olvidado tanto el odio como la capacidad de sacrificio. Y así proponía expresar una solidaridad "antes con los hermanos muertos que con los hermanos póstumos".
Lo afirmaba Améry, víctima del terror nazi aliado de la Cruzada, y cabe predicarlo de Los girasoles ciegos: de lo que se trata no es de una fijación patológica en la herida originaria. Se trata de que la abierta elaboración del resentimiento tenga como efecto darle al criminal la densidad moral de su delito, con el fin de que venga obligado a encarar la verdad de su crimen. De ahí su valor histórico. Los girasoles ciegos no son un programa político. Tampoco una historia de la derrota, de la persecución militar y policial de los vencidos. Es literatura. Mejor, mayor libertad para decir lo que cada vez es más difícil decir en otros regímenes de la verdad. Que más allá del perdón y de la reconciliación, late la ausencia definitiva, la existencia de un vacío. Esa es ahora, desde entonces, la tragedia, su dimensión y su magnitud.
En nuestro caso, no importa que ya sean pocos los que sufrieron la victoria y, por tanto, no puedan interpelar moralmente, cara a cara, a quienes vencieron. La cuestión siempre pendiente es cómo nos pensamos en relación con aquella destrucción, con lo que no se dejó ser y quedó definitivamente abolido. Porque, leyendo a Alberto Méndez, la pregunta inquietante no es tanto cómo nos habríamos comportado, sino nuestro punto de vista frente a la hondura de aquella pérdida, si es que se considera pérdida en absoluto. Los efectos en el lector mostrarán las diferentes maneras de ser capaces -o la incapacidad absoluta- de respetarnos ahora. Ahora, cuando vuelve la "infame turba de nocturnas aves, gimiendo tristes y volando graves".
Nicolás Sánchez Durá es profesor del departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de València.
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