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Columna
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Extraños

Cuando salgo de casa, veo abalanzarse sobre mí a una extraña pareja. Por supuesto, les cedo el paso para que no me arrollen. Ambos continúan su camino hacia el Casco Viejo. Me digo a mí mismo que son los personajes más curiosos que podría encontrar en Bilbao. Se alejan con rapidez, a paso indudablemente militar, pero la gente no puede evitar mirarles. Un chucho pequeño que lleva una señora ladra. Son un par de individuos con el pelo rapado y botas. Llevan un rottweiller agarrado con una correa corta. Uno de ellos porta un símbolo fascista cosido a la chaqueta. El otro viste una camiseta negra en la que se puede leer: "Para qué hablar, si podemos solucionarlo a hostias".

Sin darle la menor importancia a la anécdota, entro al Chino a por patatas para hacer la cena, y veo al chino serio. ¿Será por la visita de Hu Jintao? Normalmente siempre me sonríe, hace bromas que entiendo a medias, mete los productos en la bolsa muy atento, pero en esta ocasión tiene la expresión severa y apesadumbrada, y no me prepara las cosas. Tal vez deba preguntarle la razón de su cabreo, pero soy un hombre discreto, y no quiero arruinar la relación comercial que mantenemos a pesar de que en China no se respeten los derechos humanos. Precisamente, tengo un póster de Bruce Lee, un cubilete de plástico para cubiertos y un par de abrelatas que me vendió a bajo precio.

Desgraciadamente, el cubilete de plástico ha cogido moho, y los abrelatas se han oxidado en cuatro días, pero el póster de Bruce Lee sigue flamante colgado de la pared. Cuando salgo del Chino con la bolsa de patatas, paso junto al Doner Kebab pakistaní, casi siempre vacío, desde cuyo interior una cara morena me escudriña con aire aburrido. Solamente he visitado el bar una vez, y sus kebab no me convencieron demasiado, así que no he vuelto a entrar. Lo bueno del establecimiento es que a veces esperan en la puerta mujeres bellísimas vestidas con saris, pero hay que poner cierto disimulo al mirar, no vaya a ser que le tomen a uno por un maleducado.

Cuando paso junto al supermercado, ya cerrado, veo un par de carteles, uno en rumano y otro escrito en alfabeto cirílico, que llaman a los fieles a acudir a la iglesia ortodoxa. Me digo a mí mismo que nunca el mundo fue tan pequeño mientras camino junto a unos hombres de color. Al principio me parece que charlan en algún lenguaje africano, pero cuando los escucho mejor advierto que es francés hablado con un ritmo de tam-tam. Me felicito por el cosmopolitismo de la ciudad, al tiempo que me percato de que los únicos extraños que he visto esta noche son los del perro. Después entro en la tienda de golosinas. Allí, una gentil ecuatoriana me surte de ganchitos y gominolas.

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