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Tribuna:
Tribuna
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El consenso

En este encrespado momento de nuestra política nacional, el que fuera en su tiempo el denostado consenso, se ha convertido, para algunos, en una palabra con un significado tan lleno de virtudes que casi se ha sacralizado. Si hay consenso, España se salva, si no lo hay, se destruye la convivencia nacional y España se rompe. Son los portavoces del PP los que ahora convierten en paradigma político el consenso con el que se elaboró primero, y se aprobó después, la Constitución de 1978 y los Estatutos vasco y catalán de 1979.

La etapa política de mi vida se desarrolló precisamente entre 1977 y 1982, es decir en esa época en la que la búsqueda del consenso por parte del Gobierno de UCD, con las otras fuerzas políticas, creíamos que era la clave para asentar la democracia que, entre todos, se estaba construyendo. No recuerdo que nunca utilizáramos el consenso como arma contra ningún partido, se prestara a él o no. En cambio sí recuerdo cómo algunos periódicos y algún político acusó a Adolfo Suárez y calificó a su exitosa política de consenso como contubernio.

Por cierto, he oído a algún político del PP descalificar los acuerdos que el actual Gobierno haga o esté haciendo, en encuentros más o menos privados o en cenas de a dos en restaurantes. Pues bien, en los trabajos entre los comisionados de los partidos para la redacción del texto constitucional, cuando se llegaba a un punto en que se atascaba la posibilidad de seguir adelante, las conversaciones discretas, no diré privadas, entre Adolfo Suárez y el correspondiente líder nacional o nacionalista resolvieron más de un obstáculo que parecía insalvable, cediendo, claro está, posiciones uno u otro o los dos. Y desde luego fueron muchos más los que se allanaron en las múltiples cenas que tuvieron lugar entre Fernando Abril y Alfonso Guerra, casi todas en el restaurante "El Escuadrón", que estaba en la calle Bárbara de Braganza esquina con la de Tamayo y Baus. De aquellas cenas, y de otros encuentros, nació el mutuo respeto y amistad que se profesaron los dos, lo que no era óbice para los aguijonazos que Alfonso le metía a Fernando Abril en las Cortes y viceversa. Porque en aquella política que buscaba el consenso todos sabíamos y aplicábamos el dicho castellano: "Lo cortés no quita lo valiente".

Como además formé parte del equipo, presidido por Pérez Llorca, del Gobierno, que discutió con los comisionados vascos, primero, y con los catalanes después, los Estatutos acordados por los parlamentarios de todos los grupos políticos, de Gernika y Saus. Me consta que José Pedro Pérez Llorca, más de un vez, acordaba con el interlocutor adecuado, antes de las largas reuniones nocturnas de la comisión, los temas más espinosos o alguna de las muchas supresiones del articulado de ambos proyectos o la modificación de su redacción. Sospecho que lo mismo hacia Martín Villa, que formaba parte de nuestro equipo. Y yo mismo resolví, al menos dos temas, en sendas conversaciones, una con Xavier Arzalluz, paseando por el jardín de la Moncloa, cuando insistía en la creación proyectada de un INI vasco, y con mi gran amigo y compañero de estudios universitarios Juan Reventós Carner, en una breve conversación de pasillo.

Estos son otros tiempos, más difíciles por ahora, para que el consenso se busque y se consiga. Lo esencial para que haya el consenso es, como decía Jean Monet, que ante un problema no se sienten las partes que discuten unas enfrente de otras, sino que se ponga el problema a uno de los lados de la mesa y enfrente se sienten todos juntos intentando resolverlo. Y lo más importante es que sean todos, repito, todos los afectados por el problema, los que se sienten juntos. A mi juicio en este momento político el PP no está dispuesto a sentarse con todos, eso se deduce de su aislamiento parlamentario, y, por otra parte, parece evidente que su principal objetivo es destruir la imagen pública del presidente del Gobierno. Después del discurso de Mariano Rajoy en la sesión de las Cortes sobre el estado de la nación, anunciando el desacuerdo total y permanente de su partido con todas las propuestas o políticas anunciadas por el Gobierno, y la posterior reiteración de esa postura, no me parece que haya el clima apropiado -paso por alto los insultos al presidente Zapatero- para conseguir un consenso entre los dos partidos. Además, por lo que respecta al tan traído y llevado Estatut aprobado por el Parlamento de Cataluña, el consenso entre los dos partidos no resolvería tampoco el problema que se ha planteado.

Ahí va otro antecedente: después del 23-F, el Gobierno de UCD de Calvo Sotelo pactó con el PSOE la creación de una comisión presidida por Eduardo García de Enterría para redactar una Ley de armonización del tema autonómico. En el pacto no entraron los nacionalistas. El resultado fue que la Ley aprobada por las Cortes fue impugnada por CiU ante el Tribunal Constitucional y que este Tribunal anuló varios artículos de la Ley como inconstitucionales, con lo que la LOAPA no pudo alcanzar su objetivo.

En la situación actual de fuerzas políticas, el Estatuto catalán ha sido aprobado por el 85% de las catalanas. Lo han aprobado no sólo los tres partidos que forman el Gobierno de la Generalitat de Cataluña, sino también CiU, es decir, la totalidad de los partidos de izquierdas y centro izquierda de Cataluña y de centro derecha. No es aventurado decir que detrás de ellos tienen alrededor del 70% de la población que vive y vota en Cataluña. Y esta situación no está planteada por el Gobierno español del PSOE o por su presidente; esta situación se plantea con la formación del Gobierno tripartito de la Generalitat de Cataluña y está anunciada en el programa electoral de todos los partidos nacionalistas que ahora lo han aprobado, incluido el PSOE-PSC.

Lo que separa, de manera que parece insalvable, a la posición del Gobierno socialista de la del PP es que el primero consideró que, frente al Estatuto aprobado por el Parlamento catalán con la mayoría citada había que admitirlo a trámite como la reforma de Estatuto anterior y someterlo a los trámites parlamentarios previstos en la Constitución y en el Reglamento de las Cortes; negociar, primero, con los compromisarios elegidos por el Parlamento catalán las reformas que hayan de introducirse en su texto por motivos de inconstitucionalidad o dudosa constitucionalidad, más aquellos que afectan al principio de solidaridad, de competencias del Estado o afecten a la unidad del mercado. En cambio, el PP se opuso frontalmente a la admisión a trámite del Estatuto catalán alegando que es una reforma constitucional indirecta y que todo el texto por lo tanto es inconstitucional; ahora, después de las declaraciones de Mariano Rajoy en Barcelona una vez aprobada por las Cortes su admisión, se niega también a participar en el trámite de presentación de enmiendas al texto en el trámite de negociación con los comisionados por el Parlamento catalán o en la Comisión Constitucional. En otras palabras, o la políticadel diálogo y compromiso, que preconiza el presidente Zapatero, o el enfrentamiento total con la mayoría política del Parlamento catalán, que fue la política de Aznar que ahora hace suya Mariano Rajoy. En estas condiciones es evidente que no cabe pensar en llegar a consenso alguno en ese tema. Y es evidente también que sería muy bueno que los dos grandes partidos nacionales, los nacionalistas y todos los demás, buscaran ese consenso y el compromiso para introducir las modificaciones necesarias en el Estatut para que pudiera aprobarse por todos, como se aprobó el que ahora quiere, después de veintiséis años, reformarse. Debo decir que antes, durante y después de haber participado en la vida política española, en la época del consenso, pensaba y sigo pensando que el compromiso, la capacidad del compromiso entre posturas diferentes, es la esencia de la política y consustancial a la política democrática y que no hay razón alguna para no intentarlo en cualquier tiempo y circunstancia. Habrá que guardar la esperanza, que es lo último que se pierde, de que el PP reconsidere su abrupta actitud.

Quizás, dentro de esa última esperanza, los dos grandes partidos, los nacionalistas y todos los demás puedan ponerse de acuerdo, como una consecuencia de las discusiones y negociaciones en torno al Estatut, en el significado básico del Estado autonómico. Hannah Arendt aporta esta noble definición del Estado: "El Estado, lejos de ser idéntico a la nación, es el protector supremo de una ley que garantiza al hombre sus derechos como hombre, sus derechos como ciudadano y sus derechos como nacional" -y citando a Delo-: "La función real del Estado es el establecimiento de un orden legal que proteja todos los derechos, y esta función no se ve afectada en absoluto por el número de nacionalidades que encuentren protección en el marco de sus instituciones legales". Y además, digo yo para tirios y troyanos, añade esto: "De estos derechos, sólo los derechos del hombre y del ciudadano son derechos primarios, mientras que los derechos de los nacionales se implican y están derivados de aquellos" (Ensayos de comprensión 1930- 1954, páginas 259 y 260). El Estado autonómico creado en la Constitución de 1978 ha de proteger por igual los derechos de los españoles todos, de cada español, y de los españoles que no se sienten españoles sino catalanes, vascos o gallegos, y los de los inmigrantes que residen y trabajan en España y los de los extranjeros, y los de los transeúntes; es decir los de cada hombre y cada ciudadano. Ésta fue la idea básica que promovió el consenso con el que se redactaron la Constitución y los Estatutos vasco y catalán. Y ésta es la que ha de presidir la negociación, correcciones y acuerdos en torno al Estatut. Espero y deseo que el PP esté de acuerdo en este punto. Porque si hay acuerdo en la misión básica del Estado autonómico, no sólo no puede haber ruptura de España -que también se anunció en 1979- sino que su unidad esencial, la de sus ciudadanos, saldrá fortalecida.

Alberto Oliart ha sido ministro en Gobiernos de la UCD.

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