La universidad española y la segunda transición
Todo cambio social, especialmente cuando tiene una cierta profundidad y alcance, lleva consigo una transición que afecta a los diferentes medios y mecanismos que tiene la sociedad para poner en práctica sus políticas sociales y ciudadanas. La transición nace y progresa como consecuencia de unos cambios ideológicos y estratégicos intensos, capaces de generar nuevas expectativas y dinámicas sociales. En este contexto se puede afirmar que la transición de los años setenta, entre otros muchos efectos, introdujo en España la democracia y lo político en las decisiones sociales e impulsó de forma definitiva las estrategias industriales y económicas necesarias para alcanzar en nuestro país unas cotas de desarrollo económico y social en consonancia con los otros de nuestro entorno.
En este escenario, la Universidad española no sólo asumió el papel educativo que le era más propio sino que hizo un esfuerzo extraordinario para conectar con las nuevas exigencias y demandas sociales. Como consecuencia de todo ello, la Universidad aceptó dos retos de gran trascendencia estratégica en aquellos momentos: la investigación como un elemento clave en la vida académica y la expansión territorial para facilitar y potenciar una mayor conexión con los ciudadanos e influir desde la proximidad sobre el desarrollo económico y social más local.
La Universidad española en pocos años se convirtió de manera generalizada en un espacio de profesores profesionales, orientados hacia la investigación, altamente especializados en contenidos científicos, humanísticos y técnicos, que interactuaban con y sobre los estudiantes por medio de unas enseñanzas y unos títulos universitarios -crece con fuerza el doctorado- diseñados para progresar con éxito hacia el desarrollo industrial, científico, humanístico, económico y social deseado.
Investigación, títulos y desarrollo son, pues, tres pilares, no los únicos pero sí los más importantes, sobre los que se edificó la Universidad, moderna sin duda en aquellos momentos, que daba respuesta a las demandas de la primera transición. Como en todo cambio surgieron resistencias, detractores y casos de mal funcionamiento, pero, sin duda y bajo cualquier punto de vista, constituyó un impulso impresionante que situó a la Universidad, a la sociedad española, en cotas de competencia internacional posiblemente inimaginables, pero incuestionables.
Pero cuando los objetivos de cualquier cambio se alcanzan, nuevos retos empiezan a gestarse incluso aunque no sean explícitamente deseados. De poco sirve acomodarse, refugiarse o querer mantener situaciones o statu quo concretos. El cambio se alimenta y crece un poquito cada día hasta que alcanza una dimensión crítica; en ese momento el cambio se hace socialmente inevitable. Este impulso está llegando a nuestra sociedad, se nota cada día más. Con él está emergiendo una segunda transición que pivota sobre una nueva dimensión social y ciudadana mucho más compleja que en el pasado (lo político pierde fuerza ante lo ciudadano) que, en cualquier caso, necesita de otras estrategias industriales y económicas para dar respuesta a una globalización en marcha, es decir, orientadas hacia la competencia de las personas y a la innovación, elementos imprescindibles para mejorar la competitividad de nuestro país.
Mientras que en la primera transición existió un liderazgo claro -no hay duda de que la Universidad española se comprometió profundamente con el cambio-, en la segunda no pasa lo mismo, quizá porque todavía no es suficientemente percibida como tal. Los distintos agentes sociales, políticos, económicos y académicos, están más preocupados por progresar en las últimas oportunidades que ofrece el actual sistema económico y social que por volver a empezar, por reflexionar para establecer las bases de la sociedad del siglo XXI.
La Universidad española tiene la obligación de alertar a la sociedad, de dinamizar esta situación; para ello tiene que enfrentarse con prontitud a dos desafíos de gran trascendencia social: la innovación y la formación en competencias y a lo largo de la vida. La innovación está ligada con la creatividad y la competencia de las personas, crecer en innovación implica abordar con decisión ambas cuestiones en los procesos formativos. La formación a lo largo de la vida es una necesidad de los ciudadanos para poder incrementar sus competencias personales y con ello progresar en su calidad de vida.
En este nuevo escenario, la Universidad debe convertirse en el espacio físico, científico e intelectual donde profesores, estudiantes y ciudadanos avanzan conjuntamente en el conocimiento (investigación), en la creatividad (innovación) y en la competencia de las personas (calidad de vida de los ciudadanos). Nace una nueva Universidad de y al servicio de los ciudadanos (de competencias personales), diferente a la Universidad de hoy, al servicio de la sociedad (de títulos y atribuciones).
No nos engañemos, es el momento de superar posiciones que históricamente han impedido a la sociedad española estar presente en los debates, en la definición y en el desarrollo de las cosas socialmente importantes en el mundo. Debemos cambiar el paso, transformar las posturas defensivas de siempre en otras más activas para que nuestros jóvenes puedan asumir con garantías los cambios que el futuro, siempre incierto, les deparará. Hagamos posible un sistema universitario moderno que salvaguarde y potencie los valores más característicos de nuestra cultura, pero que conduzca a la sociedad española hacia las mayores cotas posibles de progreso sostenible y de justicia social; huyamos de conservadurismos toscos e inapropiados que, al final, no harán más que impedir el desarrollo social y ciudadano de nuestro país.
Benjamín Suárez Arroyo es catedrático de la Universidad Politécnica de Cataluña, miembro del grupo español de promotores de Bolonia y del grupo de trabajo de Convergencia de la Conferencia de Rectores (CRUE), así como coordinador del Programa de Convergencia Europea de la ANECA.
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